sábado, 30 de enero de 2010

El pueblo maldito de Fuentefin

Hoy es un fin de semana un poco especial. Tiene el honor de visitar mis dependencias insanas un joven fascinante. Es una persona magníficamente malsana, y aunque no destaque por su inteligencia, es un gran contador de leyendas locales de la zona de donde procede. Un rinconcito de la España Negra y Profunda de épocas antañas. El salón está muy acogedor, con el fuego de la chimenea bien encendida. Sobre la mesa, unas copas con moscatel. Y de tapas, higos chumbos a la plancha con dulce de retina de ojos de víbora en almíbar. Procuremos no interrumpir al invitado en plena narración, pues podría perder el hilo de la misma, y quedarse en babia.
Aunque bien pensado, debería pedirle a Dominique que le afloje un poco la presión del cepo de la guillotina sobre su pescuezo. Necesita el suficiente resuello para poder hablar con claridad y que por consiguiente, los demás podamos entender cuanto diga...





Fuentefin es un asentamiento nada ordinario. En cierta manera, su pasmosa fama no proviene estigmatizada por hazañas ancestrales, ni adquiere vigencia a raíz de su participación activa, pasiva o meramente testimonial en incidencias de gran raigambre militar, religioso o políticas. Carece de hábitos adquiridos por el folklore regional, y la transcendencia de sus monumentos históricos brilla por su más que marcada ausencia. Ni siquiera se complace de haber amamantado a un deportista de mínimo relieve nacional. Simplemente su valor patrimonial es inexistente. Es una villa alejada de las márgenes convencionales de la razón humana. Y se nutre de la sinrazón con la misma ansiedad que un recién nacido absorbe en la plenitud de la lactancia la leche materna del pezón de su madre. Citar a Fuentefin, es componer una retahíla de versos huecos de contenido y sentimiento, recitado por lo bajini con la frialdad de un miserere desencantado de la vida. Regodearse de Fuentefin, es sacar a relucir faltas y carencias de la supuesta virtud mística litúrgica de una bendita Sagrada Forma. Ampararse en la necesidad primordial de visitarlo en el estraperlo de la madrugada, enfundado en un sudario de difunto redivivo, roído por el yantar de las ratas, un puro desatino. En pocas monsergas, si por algún motivo explícito resalta Fuentefin del resto de localidades terrenales es por su patente y probada "alegoría ilusoria", mantenida en la irrealidad más manifiesta si cabe. No hay camino conocido que conduzca a la localidad en cuestión, ni atracción ninguna que le impele al sujeto más común a realizarlo a pie, pues el concepto de Fuentefin es la MUERTE en sí. Y nadie, absolutamente nadie en sus cabales, se siente atraído en arrimarse al recodo final que liga el presente venturoso con la residencia espiritual en uno de los variados surcos de la tierra yerma de la espera imperecedera.
Bueno, sí que tuvo a mal nacer un fulano interesado en conocer personalmente las complejidades del pueblo apestado evitado por las demás mentes lúcidas de la comarca. Esa persona irreflexiva no era otro que "El Agarrado".
En realidad se llamaba Luis Martínez Coca, pero en la amplitud de la comarca se le conocía por el apodo simbólico de "El Agarrado". Tal distinción le venía heredado por su acostumbrada inercia a dejarse ir más allá del límite de la cortesía caballeresca en el trajín de los bailoteos festivos de la villa. Chica que accedía a bailar unos compases "lentos" con "El Agarrado", moza sorprendida que experimentaba in situ las caricias rijosas y desenfrenadas de los largos y felinos dedos del zagal, ampliando su alcance hasta más allá de la rabadilla. Algunas desinhibidas aceptaban la fogosidad lustrosa del sinvergüenza, riéndole la dichosa gracia; empero otras, más reservadas y de nervio caliente le recompensaban los carrillos rubicundos con sendos tortazos sonoros. He aquí, que cuando se le veía frecuentar a posteriori la Taberna de Luisinho, la parroquia, enchispada y bullanguera, se mofaba de las "calenturas" excesivas de sus mejillas.
- Mira que se te han subido los colores con la "Rabiela" - le decía uno.
- Esto que adorna el rostro no es fruto de mi timidez extrema - se defendía "El Agarrado".
- Ah, no.
- Viene a consecuencia de mi talento. Me encanta cazar mariposas. Pasa que algunas exceden de tamaño, y al batir las alas en mis cercanías, me dejan así, más rojo que un tomate - apostillaba, y toda la congregación de bebedores prorrumpía en una estruendosa y sincera risotada (inclusive el que les relata); y alguno de los asistentes con tanta fuerza y jolgorio incontrolado, que se le asaltaba de repente la urgencia perentoria de correr en pos de los evacuatorios. Así de salido era el condenado muchacho.
Por ello la extrañeza que causó a todos la mañana encapotada de un Jueves Santo, en que se le observó muy apocado y meditabundo. Casi tristón diría uno que le conocía a fondo.
Matías, "Cara de Erudito" (por las borracheras que pillaba), y un servidor, nos procuramos un necesario acercamiento hasta la forja que circundaba el robledal del parque del pueblo, sobre cuya verja se reclinaba "El Agarrado". Hubo turno de saludos recíprocos antes de aventurarnos en el meollo del asunto. Matías fue quien se encargó de iniciar la conversación:
- Se te ve muy comedido, "Agarrado".
- Será por las fechas en que estamos - intercedí yo.
- No. No es por la Semana Santa - dijo amustiado "El Agarrado".
- ¿Qué te pasa? ¿No tendrá nada que ver con la riña absurda de la otra noche? Si todo queda ya olvidado.
Tres noches atrás, "Cara de Erudito" y "El Agarrado" estuvieron en un tris de llegar a las manos en la Taberna de Luisinho por un quítame allá la novia en el tránsito de media borrachera (Luis Martínez Coca era muy dado en ofrecerse a todas las novias de sus amigos, sin que éstos supiesen nada, por supuesto). A Dios gracias que todo se remedió cuando el tabernero, en predisposición generosa, les concedió dos rondas gratis hasta bien entrada la medianoche.
El mozo meneó el mentón con molicie espartana.
- Ya me dirás - Matías le lanzó un segundo anzuelo, sólo que ésta vez debía de llevar un gusano muy apetecible, ya que el pez picó.
- Es por el camino - dijo una trucha llamada "El Agarrado".
Nos quedamos a dos luces, medio flotando a propósito de la enigmática contestación.
- El... El... ¿"camino"?
- Si. Ya sabéis. El que conduce expresamente hasta las inmediaciones de Fuentefin.
De repente comprendimos, y con ello, unos estremecimientos muy nítidos sacudieron nuestras anatomías desfavorecidas.
"El Agarrado" estaba refiriéndose al territorio reservado a la Parca y sus adláteres.
- Jesús, “Agarrado”... NO VUELVAS A NOMBRARLO.
“No sea que la mala bicha te oiga, y venga decidida a por los tres - Matías se persignó de manera acelerada, con los ojos encendidos.
Yo me contuve como buenamente pude. Tenía que dar ejemplo de serenidad, ya que por algo se me consideraba el residente más escéptico y menos supersticioso de la villa.
“El Agarrado” se encogió de hombros.
- Lo lamento, “gente”. Es que ese trecho que lleva a los confines prohibidos del mundo, me interesa más que mucho.
- Pues vaya...
- Estoy empeñado en ser el primer ser vivo que transite por sus calles - lo reivindicó con un fervor tan devoto, que nos sonrió por vez primera en lo que se llevaba de mañana.
- Estás mal de la chaveta, chaval. Ni siquiera bromees sobre esta quimera. Ya sabes que de antemano a Fuentefin sólo se llega muerto, y como mal menor, en estado comatoso - le hablé tan alto, que la señora Cayena, que justo enfrente del pórtico de su casa tejía un paño de seda para recubrir el Cáliz destinado para la misa del domingo de Resurrección, se me quedó mirando con semblante circunspecto.
Matías gruñó, besando con aspereza su crucifijo de plata. Me observó con fiereza inquisidora.
- Y dale. Mirad que sois un par de inconscientes. Voy a evaporarme de aquí, antes de que me convierta en manjar de primer plato de la Parca.
Dicho y hecho se nos marchó con viento fresco, dejándonos en la soledad enquista de la pareja pronunciadamente casada en el tiempo que rompe lazos afectivos, con la celosa vigilancia de la anciana sentadita contra el exiguo respaldo de su banco de madera, tejiendo que te teje.
Me acomodé sobre el sillar superior del borde de la verja, aguardando solícito a que mi amigo se extendiera en los pormenores de su peculiar futura excursión andante. Pasaron los minutos, la calle se fue quedando desierta de gente, con los últimos rezagados dirigiéndose con premura hacia la propia plaza del pueblo, donde en cosas de unos minutos, iban a ser escenificados los avatares penitenciales de la Pasión del Señor. Miré al “Agarrado”. Su figura inexpresiva permanecía volcada de espalda contra el enrejado con la vista gacha, fija e inánime en las punteras polvorientas de los zapatos, mientras se arrancaba un pellejo seco de piel de la yema del dedo índice de la mano derecha.
- Así que estás empecinado en desentrañar los misterios insondables y los secretos vedados de la senda maldita que intercomunica el mundo de los vivos, es decir, nosotros, los destinados al respiro, con la morada tres metros bajo tierra de los muertos, es decir, los que no respiran ni rechistan, porque simplemente no pueden - reanudé la insólita charla.
“El Agarrado” asentó la barbilla casi encima del hombro derecho, buscándome la mirada. Los ojos de naturaleza lánguida le imprimían a la dichosa mirada un aire de profesor nostálgico de la materia impartida en un lugar muy recóndito, modélico y sublime, debidamente alejado en su lejanía de la docencia capitalina de cualquier gran ciudad.
- Mira, chico... - reinició mi amigo, empleando su lenguaje tosco, propio del lugareño que éramos todos, aunque yo por suerte era un abandonado a la lectura de los grandes clásicos arracimados en los estantes del único maestro de la villa. - No voy a explayarme en este asunto tan delicado. Mañana prepararé un hatillo con lo estrictamente necesario, algo de dinero para no andar mendigando por las esquinas, y partiré en busca del mal fario, cuyas historias que lo conciernen no suelen ser mentadas en las cocinas de nuestros hogares, habida a cuenta que los chiquillos tendrían malas ideas de noche y a las mujeres se les borraría toda expresión dulce del semblante. Y si acaso me sonriese la suerte de los exploradores corajudos, habré de dar con los vestigios grises y roñosos de Fuentefin, con una delegación de acogida recibiéndome con todo tipo de parabienes - concluyó “El Agarrado”, empleando términos lingüísticos en absoluto rústicos y poco elaborados gramaticalmente, dejándome pasmado.
No sólo estaba siendo transformada su actitud, si no que a medida que iban pasando los minutos, los conocimientos de la mente del “Agarrado” rayaban la cultura cultivada del referido maestro de la villa.
Por un momento recurrí a un repentino ataque mental, una especie de fogonazo que corroía el indudable libre pensar del “Agarrado”, pero para cuando quise separar mis labios tratando en balde de persuadirle de sus ficticias y rocambolescas intenciones arqueológicas en sacar a la luz el descubrimiento de los restos de una población intemporal, en donde la hambrienta Parca mantiene establecido el pontificado de nuestros pesares mortales, el joven se adelantó hacia la recta opuesta de la calle, apresurando el ritmo rutinario de sus diligentes pasos, hasta desaparecer de la escena por la vuelta de una esquina, vértice que conducía directamente al zaguán de su propia vivienda.


*****


Al atardecer siguiente, la totalidad estamental de la villa estuvo presente en el discurrir de la magna Procesión del Cristo Resurgido. Unos cuantos, los integrantes de la Cofradía Nazarena, imprimiendo fuerzas en su misión de costaleros, mientras una segunda cofradía más numerosa daba vida natural a los tres pasos móviles ante el resto de la población que asistía con creciente admiración religiosa conforme transcurría el evento. Bueno, todos no si con tal cantidad quisiéramos referirnos al cien por ciento de la concurrencia. Si alguien faltó al acto de Pasión y Dolor del Hijo de Dios, este fue "El Agarrado". Nadie le vio partir del pueblo al albur de la madrugada anónima en búsqueda de emociones tétricamente fuertes en la región del acabose, pero conforme el segundo Paso se mecía de lado a lado con lentitud supina ante mi mirada serena y nada penitente, pude imaginarme al bravo mozo empaquetando dos o tres mudas en el fondo del hatillo, cerrar bajo llave la puerta maciza de su hogar, tornándola fortaleza inconquistable para los escasos amigos de lo ajeno de la provincia, para jamás retornar.
Por desgracia, pasados unos cuantos meses después, resurgiría la figura encogida y porosa del presente altivo y creído “Agarrado” pateando con arrogancia los adoquines desiguales de la callejuela principal de la localidad, y con su presencia indigna, iban a desatarse los demonios que anidan en el interior de las personas más enfermizas.
Mucho antes de que dicho Apocalipsis sucediera, la localidad que le vio nacer iba a verse afligida por la repentina y brutal muerte callejera de Matías, “Cara de Erudito”. El suceso luctuoso aconteció durante el enlace figurado del viernes con el nacimiento prematuro del sábado, a la semana siguiente de la apresurada y secretísima partida del “Agarrado”. Como queda ya reflejado, Matías profesaba una espiritualidad costumbrista cercana a la más burda superstición, atributo éste que la totalidad del villorrio consideraba una manía digna de ser extendida entre el resto de la población. En cuanto al origen que le hacía merecedor desde los ocho años de un alias tan peyorativo para el alias en sí, que no para Matías, decir que toda su sapiencia se limitaba a saber sumar melocotones con la ayuda de los dedos de la mano. Pero nimiedades aparte, lo que de verdad profesaba “Cara de Erudito” era una especial predilección catadora por el trasfondo de los efectos secundarios que la bebida de mayor graduación etílica pudiera dispensarle. Precisamente durante esa madrugada en que se despidiera de la escueta parroquia concitada en la Taberna de Luisinho con el fin de experimentar con la facultad de la doble visión atribuible a todo bebedor de primera fila, el aludido trovador de versos desaliñados se encontraba medianamente ebrio, como para hacer desfallecer de su esfuerzo titánico a un tiro de bueyes con la mera exhalación de su aliento. Al verle transitar entre tropezones por la calzada de adoquines encajonados, maniobrando en eses cada vez más dilatadas, me vi impulsado a ir en su búsqueda, con la loable intención de agarrarlo del hombro, ayudándole a encaminarse hacia las proximidades del portal de su vivienda situada nada más abordar el giro hacia la derecha de la salida de la callejuela. Servidor disfrutaba igualmente de los placeres derivados del trasiego de una botella enterita de vino tinto y los movimientos impulsados por las extremidades inferiores no concordaban en absoluto con los intereses racionales de mi conciencia embotada, hallándome a diez metros escasos de donde se hallaba Matías, que en dicha tesitura rondaba la antesala del recodo ciego al amparo del haz de luz enfermiza expelida por un antiguo farol de gas. Recuerdo haber voceado en más de una repetición su nombre de pila, y en semejanza parecida, haber presenciado su lenta torsión de cuello, indagando el origen del vocablo altisonante. Y justo cuando me disponía a echar a correr como un rajado idiota hacia su triste destino donde se hallaba acantonado postrado de pie falsificándose a sí mismo en su figura de estatua de dudosa valía artística, rememoro haber visto cómo de la nada, postergada en la linde del recodo, surgió una ráfaga de viento despendolado, cuyo torbellino tórrido quedó enroscado alrededor de la silueta obnubilada de mi paisano, llevándoselo por delante con las consecuencias derivadas de un frenesí demoledor. Al poco de transcurrido el grueso del tumulto, me aclaré algo las ideas, atisbando cómo se esbozaba en la lejanía, entre enmarañadas y entretejidas brumas veleidosas, el perfil fantasmal de un carro de heno fresco, impulsado por el desenfreno sobrenatural de un jaco sarnoso y anémico, que pareciome estar más muerto que vivo de como estaba en los puros huesos. Sobre el pescante vetusto de madera pútrida, vi erguida, la figura nada decorativa de la Parca, tirando de las riendas que guiaban los impulsos de la cabalgadura con el ímpetu de un poseso, justificándose y sonriendo de manera insana dentro de las entrañas del sayo oscuro, en donde la infinidad y multiplicidad de sus facciones expresivas escapaban del conocimiento lúcido y cabal de toda presencia viva.
El carro dantesco y patibulario se fue alejando en tres o cuatro acelerones, saltando y rebrincando de una rueda a la otra, y mientras yo me perdía a la vera de mi desmayo, derrumbándome de costado sobre el pavés duro e ingrato de la vía pública, pude entreoír al difunto Matías gemirme su tramitación cortés de este plano secuencial de la vida bullidora y dichosa, antes de expirar entre inexplicables requiebros de satisfacción plenaria, cuya clara expresividad llegué a catalogar de innecesaria.


*****


La consiguiente conmoción del amanecer sacudió los cimientos centenarios de la villa como si a consecuencia de la defunción precoz, turbulenta y súbita de Matías, se dedujese un notorio y antinatural bajo índice de mortandad entre el resto de los residentes. Partiendo del accidente desafortunado del bebedor por excelencia del pueblo, donde nunca más iba a poder suponerse de quién dependía la conducción del obsoleto carruaje - salvo quien les hace a ustedes copartícipe de la historia, que noche tras noche desde entonces al apagar la luminiscencia de la llama del quinqué que emana su taciturna aureola cobriza en el centro del círculo imaginario que rodea mi lecho, recogiéndome en un ovillo, con la manta de lana aborregada arropada hasta las cejas y conformándome en susurrar unas vanas plegarias a modo de fútil conjuro, expectante, ansioso y aprensivo en una misma proporción de perder de vista para siempre las cenizas fúnebres de la puñetera Parca, acaparadora de sepelios, avariciosa hasta más no poder, cuyos restos polvorientos plasmaban su maldición en lo más hondo de las cataratas atronadoras de mi dichosa memoria indeleble -, el incidente de Matías no sería más que el detonador de la carga de dinamita que arrastraría al resto del pueblo hacia el cráter de la mina, sucediéndose una serie de despedidas sucesivas.
María Petí, la consorte del panadero Lucas Lemont i Frau, se nos fue a la semana del óbito de Matías, aquejada de unas dolencias punzantes en los bronquios. Un mes más tarde falleció el teniente de alcalde, y durante el proceso del tercer trimestre del año, las plañideras ejercieron de acompañantes de endeble fervor popular en los cortejos fúnebres tributados a Feliciano Ramírez, un rapazuelo de siete veranos; Héctor Lafuente, primo hermano del párroco don Elías y la señora Ramona, aunque a decir verdad, la bondadosa mujer se nos marchó del recuento del padrón municipal más por vieja que por factores inesperados.
Nuestro pueblo se sumió en la más hereditaria de las melancolías. Las cosechas de trigo, cebada, avena y maíz se perdieron a raíz de una sequía asfixiante. El suministro del agua corriente fue menguando hasta que las autoridades competentes del Departamento Comarcal de Recursos Hídricos decidieron de común acuerdo establecer un horario de restricciones. Paquito Morales, un sobrinito de la Antonia, desarrolló una sintomatología viral que iba más allá del proceso gripal al que no se le concedería la debida importancia y presteza en remedios galenos, yendo a más con el devenir de las horas, y a los dos días, su traviesa e inagotable vitalidad de mocoso indomable se le disipó por completo con don Elías deseándole la paz y el sosiego eterno en la inmensidad del paraíso celestial. Al pastor Celestino Ruscón le sorprendió un pedrisco beligerante en la cima de la Peña Echada, y perdió una veintena de ovejas atemorizadas que dieron un salto al vacío una detrás de otra, partiéndose el cuello y las más afortunadas fracturándose dos o tres patas, a las que hubo que sacrificar, además de su fiel escudero “Charro”, un perro pastor de lo más eficiente. En los comienzos del invierno, las bajas temperaturas recrudecieron sus gélidos registros en el mercurio de los termómetros, y a consecuencia de ello, dos ancianos muy queridos por todos se nos quedaron igual de tiesos que dos pilotes de cemento armado, con las cuencas azuladas y la mirada perdida en la indiferencia aún a pesar de haber dejado los fogones del horno de leña encendidos a lo largo de la noche.
En resumidas cuentas, un rosario de calamidades y tragedias. Todos nos volvimos más creyentes y a la vez más propensos a la superchería. Y a medida que se nos aproximaban las navidades, un joven embutido en harapos y apoyado erecto sobre un recio palo de roble a modo de muleta pateó con lentitud el sendero que conducía al pueblo, y una vez que estuvo a las puertas del umbral para acometer su ingreso en él, dos chiquillos lo reconocieron, y a voz en grito se encargaron de anunciar el regreso inopinado del “Agarrado”.
Los postigos y las contraventanas de los miradores y ventanales de cada propiedad se abrieron con ligereza. Las madres de los dos críos les urgieron para que se refugiaran en el portal. Miradas indiscretas escrutaron la estructura anatómica del extraño, pero nadie considerado de bien (y en la villa lo éramos todos) se encargó de tributarle una cálida bienvenida. Ni siquiera de sus más íntimos allegados partió salutación alguna.
"El Agarrado" prosiguió impertérrito en su marcha agonizante, renqueando como can apaleado sin piedad por su amo, enfilando rumbo a la Taberna. En ese preciso instante el referido local, refugio del duermevela y de la vista cansada, estaba de concurrido en similares condiciones de asistencia al recital cantarín de un loro del pirata Barba Gris: sólo estábamos el dueño de la tasca y un servidor. Hasta en ese comportamiento del ocio había ido declinando el pueblo.
“El Agarrado”, ataviado como un pordiosero leproso digno de la mayor de las lástimas, asentó sus cuartos traseros en la silla más accesible al alcance de su cojera predominante, y guardando reposo, se nos quedó allí, remolón y silente a la usanza de un rústico cuenta fortunas, a medias ciego, a medias vidente de la buenaventura, con la vista envejecida circunscrita en un punto intermedio situado entre la columna decorativa de la barra del bar y la pared de la licorera donde quedaba pésimamente colgada la copia baratija de un cuadro paisajístico de Zurbarán.
De un modo malintencionado, Luisinsho y yo le hicimos un vacío muy desconsiderado.
Tal falta de destreza en la salvaguarda de los buenos modales no fue óbice para que el recién llegado se aclarara la garganta y me llamase por mi nombre adquirido en el rito del bautismo:
- Dios bendito, Francisco.
“Francisco...Francisco... - carraspeó de manera repetida antes de centrarse en lo principal, el meollo de su verdad, de su confesión velada. - Lo he conseguido. Conseguido está..., y aquí me tienes nuevamente de vuelta.
Para la erosionada sensibilidad emocional del joven parecía no existir la cercanía hosca del tabernero. Por un breve momento de piedad cristiana, me puse a rememorar al “Agarrado” de los mejores tiempos y no pude acallarme ni ignorarle por más rato. Deposité el vaso del vino tinto sobre el mármol de recias líneas veteadas del mostrador y me dirigí, espantando mis cautelas, hacia la mesa ocupada por el muchacho. Apropiándome de una silla que caía a mano, me senté enfrente de él con el respaldo apretado contra mi esternón y costillas. Su rostro medio oculto entre la tela apolillada de una capucha de monje. Las manos como garras de halcón, enfundadas en unos mugrientos mitones de lana negra. La pierna endolorida y lacerante de torturas inconfesables (preferible mantenerlas invisibles), extendida en una postura imposible para cualquier articulación de la rodilla, apuntando la pierna hacia el dintel de la entrada como si fuera la pata movible del compás, formando un ángulo con el resto del cuerpo de noventa grados.
No pude reprimirme, y con la voz quebrada por la emoción de poder reconocer ciertos rasgos familiares en ese desecho humano, espantapájaros propio de un erial corrompido por las dotes dañinas de una hechicera, en fin, una deformidad infinita encajada en un armazón de huesos, ligamentos, carne y órganos vitales de lo que antes fuera un orgulloso cuerpo humano, me dirigí a él en los siguientes términos:
- Luis. Dios mío, Luis. ¿Pero qué te ha pasado? ¿Qué te han hecho? ¿En qué te han convertido? Estoy por no reconocerte, de lo desgraciado que me pareces.
El joven reclinó el mentón prominente sobre el hombro izquierdo, haciéndome creer que observaba de refilón el quicio de la puerta de donde procedía el rumor inquietante del cierzo dispersando susurros y murmullos siseantes, cuasi humanos. De sopetón separó los lívidos labios entrecerrando los ojos al hacerlo. El viento arreció... Los siseos tornáronse en una multitud de palabras blasfemas e inconexas en contenido gramático.
- Todo salió según lo previsto. Dios Sagrado, Francisco. No sabes ni por asomo lo arduo que resultó dar con el camino. Con esa ruta escurridiza y tortuosa que culmina en Fuentefin. Un camino cambiante. Un camino que parece estar VIVO, revuelto y ladino. Una noche, en la cual disfrutaba de la luz difuminada de la luna llena, podía vislumbrar la silueta de sus casas desde la lejanía en que me asentaba, subido en una colina. El sendero estaba encajado en la garganta estrecha y angosta que separaba dos riscos calizos de altitud casi lindante lo celestial, y al amanecer entrante, ya había desaparecido de mi vista. Sigiloso. Efímero. Y así en cientos de lugares, parajes, escenarios por donde yo pasaba, añadiendo una etapa a otra sin que supiese cuándo iba a concluir mi recorrido con destino incierto en el mapa de rutas. El camino era una interminable y escurridiza culebra de dimensiones monstruosas. Y por cada lugar que discurría, reptando sobre su vientre hinchado, no dejaba más rasgos y signos de su paso que el ingrato llanto del dolor familiar y la desolación de la peste.
- No puede ser cierto. Nadie... Se comenta que quienquiera que llegue a frecuentar ese lugar es para no volver.
“Y tú HAS VUELTO. Y en qué estado...
Luis Martínez Coca, alias “El Agarrado”, se removió sobre el asiento. Su vista atenta al menor ajetreo visceral del ventarrón imperante al otro lado de la puerta. Sin mirarme, prosiguió en la narración de su terrible aventura:
- Francisco, si te dijese que merece la pena regresar de la guisa en que me ves con tal de haber obtenido la primicia de haber transitado por las calles marchitas y cadavéricas de Fuentefin, me tacharías de loco confeso.
“¡Está bien! Considérame un trastornado de por vida. Un demente sin ningún futuro ni ninguna posibilidad de reinserción en la sociedad. Y todo ello por haber osado patear las calles y avenidas principales de esa villa de pesadilla. Enajenado a la par que insensato por haber asistido a la Reunión de los Sin Vida. Ido por haberme hecho pasar por uno de ellos. Y de mentalidad insana debido al engaño urdido contra la Parca. Táchame de perturbado mental, de lo que quieras, pero la cuestión es que llegué hasta el final de la historia. Conviví dos intensas jornadas de martirios con sus “habitantes” - y de entre ellos descubrí una verdad aterradora que nos atañe-; simulé que no reponía fuerzas para asemejarme a sus caracteres inapetentes permaneciendo oculto en las alcantarillas y me reí de la Sonrisa Mortal en sus mismas narices. Y lo que es más significativo y que sin duda contentará a nuestra Comarca...- se acalló por unos segundos, vacilando ante el llanto peregrino del viento. Echó la silla hacia atrás, añadiendo en un hilo de voz rota por la ansiedad: - ¿Sabes? Lo vi por allí, igual de despistado como en su vida precursora.
- ¿A quién viste?
- A Matías.
Una sombra plomiza se desparramó sobre la losa del suelo de la taberna. Unos pasos tenues resonaron cerca del dintel.
El dueño del local fue el primero en recaer en su aparición pujante, petrificándose de pie detrás del mostrador del bar. El plato que atendía entre las manos se le cayó al suelo, fragmentándose en mil piezas de porcelana toledana.
La figura se desplazó por la entrada, relajada, sonriente como un bendito. Los cabellos lacios le colgaban sobre sus hombros hundidos. La espalda encorvada hacia el frente. El pecho salido como si algo le hubiese estallado en los costillares. Y el rostro desfigurado, con los ojos recluidos en las concavidades de las cuencas, los pómulos tensos y abultados como melocotones maduros, el mentón torcido y la tez macerada. Aún a pesar de su pérdida manifiesta de vitalidad, era Matías.
Matías, “Cara de Erudito”.
Sonriendo como un niño grandote, cruzando los brazos sobre su pechera henchida de gases descompuestos, musitando mi nombre...
Luis situó su mano derecha sobre la mía, atrapándola con la misma intensidad que lo haría una viuda negra al envolver a su presa con sus patas peludas antes de haberle inyectado su atroz y paralizante veneno. Me miró con evidente felicidad. Y antes de que yo decidiese emular la comprensible actitud defensiva del dueño de la Taberna, alcancé a descifrar gran parte de su verdad enloquecida:
- Es estupendo, ¿verdad, Francisco?
“Nuestro avezado amigo está de nuevo con nosotros. Pero eso no es todo.
“Faltan los demás...
“Falta por ver a María, la esposa del panadero. Falta Feliciano. Y Héctorcito. Y la señora Ramona. Y el sobrinito de la Antonia. Y los venerables ancianos del caserío. Pero no te impacientes... Los veremos ahora mismo.
“Están ahí fuera. En la plaza Mayor. Deseando reencontrarse con sus seres queridos.
Conforme me fui haciendo a la idea, el lenguaje inquietante del supuesto ventarrón se trocó en un guirigay de voces grotescas y que en modo alguno correspondía con el genuino recuerdo de los seres que en su momento de máximo esplendor nos fueron tan queridos y apreciados, y que ahora se nos hacían tan apartados y ajenos del círculo familiar del poblado. Porque de manera incuestionable, y que me perdone el Cielo si acaso yerro, el lugar que le correspondía era el consabido purgatorio del cual, con la consabida ayuda del “Agarrado”, habían logrado evadirse de la dictadura de la Parca.
Y puedo asegurarles que no tardamos mucho en devolverles a las yacijas terrosas de sus respectivas tumbas reconvertidas en definitivos lechos mortuorios, con los restos diseminados a resultas del impulso de nuestras hachas, terminando de esta manera con los progresos de su “resurrección“...
Por cierto, en el arrebato de inmensa indignación que germinó en las hasta entonces pacíficas gentes de la comarca, “El Agarrado” fue forzado a hacerles compañía eterna, inmovilizado mediante el procedimiento anti-escapista de ajustadas correas y recias cuerdas rematadas en nudos contundentes y enterrado en su ataúd bajo cinco metros de tierra bien apisonada por nuestras palas justicieras.
Pero ésta es otra historia, y por desgracia, demasiada violenta, como para ser relatada en fechas tan señaladas...
Porque estamos en navidades, y en estos días se entonan villancicos, nunca maldades...

miércoles, 27 de enero de 2010

Jugando a ser Dios

Llegó el momento más dulce de la cena. La hora del postre. El genial repostero Bogus Bogus, refugiado apátrida en mi hacienda desde que discutiera con su anterior amo, el muy blasfemo Conde Testa Dello Infernos, y fuera por consiguiente despedido de forma injusta (afortunadamente para mis intereses golosos, um), nos presenta un pastel dulce, apetitoso, delicioso, y sabroso. Es su última creación. Pero no sean tímidos. Acerquen sus platos y deje que les sirva una porción. Saboreen su textura. Mmm...
¡ÑAM! ¡ÑAM! ¡GRONFA! ¡GRONFA!
Disculpen mi grosería al anticiparme en zamparme mi porción. No me pude contener.
Mientras Bogus Bogus finaliza con el reparto del pastel, les entretendré con mi última creación literaria. Que aproveche.





Los grillos emitían su peculiar sonido refugiados entre la verde y alta hierba que conformaba el inmenso prado que rodeaba a la casa de verano del adinerado Jim Delawere, alcanzando el paralelismo con una solitaria isla perdida en medio del océano. El astro rey empezaba a adquirir ya el característico tono anaranjado al declinar la tarde, y lentamente iba descendiendo del azulado firmamento para comenzar a ocultarse detrás de las montañas erosionadas del valle de Tenpain, dotadas de cumbres medio ovaladas por el efecto devastador del tiempo y sus condiciones meteorológicas.
En la lujosa mansión de Delawere, este mantenía una acalorada discusión con su amigo íntimo desde la infancia, Frederick Sotdhler. En la parte superior de la fachada frontal de la vivienda de estilo colonial holandés, a través del cristal de un ventanal de cuerpo entero adornado exteriormente por unas enredaderas que correspondía a la biblioteca, se podía vislumbrar la alargada figura de Frederick con una copa de brandy en una mano y un puro habano entre los dedos de la otra. Estando de pie, su vista estaba clavada en la parte derecha de la habitación, donde la pared exterior de piedra impedía ver a la persona de Jim Delawere, quien en ese instante le estaba dedicando un sermón con tono enérgico y quejoso. El rostro sonrosado de Frederick esbozó una sonrisa burlona, enarcó sus espesas cejas y abrió ligeramente la ventana por un lateral para arrojar a través del hueco la colilla de su puro. Este descendió verticalmente, y en poco más de un segundo impactó con el piso de cemento que rodeaba por completo a la hacienda, chisporroteando un poco, para finalmente dejar surgir unas volutas de humo negro que implicaba ya su fin.
De nuevo, visto a través del vidrio del enorme ventanal, Frederick se bebió de un único trago todo el licor que quedaba en su copa, y con una ligera indecisión inicial, echó a andar hasta hacer desaparecer su figura por el lado derecho de la fachada. Tras unos breves instantes, resurgiría con la copa llena hasta el mismísimo borde. El dedo índice de su mano zurda apuntaba hacia la zona de la pared que ocultaba la figura de Delawere. Al estar aún la hoja del ventanal ligeramente sin encajar en su marco, se alcanzaba a poder escuchar la voz profunda y descontenta del mencionado Delawere. Frederick se agachó, ofreciendo la espalda, y cuando se volvió a erguir portaba un teléfono antiguo de disco en una mano, con la copa en la otra, haciendo peligrar el contenido de la misma, derramando gota a gota el brandy por su redondeado pie hacia el suelo. Frederick hizo florituras en su maniobra para coger el auricular con la mano izquierda y sujetar el aparato telefónico contra su regazo, dedicándole una mirada displicente a la oculta personalidad de Delawere. Se situó el auricular entre el cuello y el hombro izquierdo para poder marcar un número con el dedo índice de la mano libre. El disco giró siete veces para otros tantos números. Una vez hecho, sujetó el auricular con la mano. Pasarían unos segundos hasta que pudo iniciar la conversación deseada con la persona a la que había llamado. Su diminuta boca se expandía y se cerraba con frenesí. De tanto en tanto miraba hacia su izquierda y entonces perfilaba una sonrisa complaciente hacia su anfitrión.
Estuvo charlando por espacio de cinco minutos. Una vez finalizada la conversación volvió a colocar el auricular en su sitio, suspirando de alivio. Guiñó un ojo a Delawere, quien continuaba lejos de ser visto desde el exterior de la casa.
Frederick se agachó para depositar el teléfono en una mesita y terminó de apurar su copa, engullendo su contenido como si fuese un camello sin reservas de agua. En un momento determinado desapareció por la derecha. En ese preciso momento, uno de los brazos de Delawere surgió desde el anonimato de su posición. La mano estaba recubierta por un guante de piel de liebre. El brazo se agitaba frenéticamente de arriba hacia abajo, la mano encogida en un puño. La ira predominaba en ese miembro expuesto. Por ende, también hacía lo propio con el estado anímico de Jim Delawere.




La noche se aposentó sobre la villa apartada de Jim Delawere. Infinitas estrellas titilaban en un cielo nocturno despejado de nubes, y por encima de los contornos de las montañas desgastadas, la luna en cuarto creciente era la reina en exclusiva de esa fase horaria.
En un desvío de la carretera procedente de la ciudad, consistente en un simple camino de tierra que atravesaba el prado, una furgoneta de carrocería blanca, marca Citroen, se iba acercando con los faros apagados, guiándose como punto de referencia por las luces que emergían de las ventanas de la mansión. Tras llegar a su destino final, y sin apagar el motor, dos hombres de fuerte constitución física se bajaron del vehículo. Sus impecables batas blancas de enfermeros fueron vistos por Frederick desde el enorme ventanal de la biblioteca. Este abandonó su puesto en la atalaya, desapareciendo su figura por la pared de piedra.
Mientras tanto, los hombres de la ambulancia privada se dirigieron hacia la puerta trasera de la misma. El más corpulento de los dos la abrió a la vez que su compañero entraba de un salto en su interior. Al poco rato surgieron las pequeñas ruedas negras de una camilla. Compenetrándose ambos, la fueron bajando con sumo cuidado, para acto seguido dirigirse con ella hacia la puerta principal de la casa. Se observaba perfectamente como una persona de larga cabellera rubia se agitaba bruscamente sobre la camilla. El enfermero más robusto llamó a la puerta con los nudillos de su mano diestra. Insistió seis veces, sintiéndose cada vez más molesto por dilatarse la entrega. Cuando iba a golpetear por séptima vez, la puerta se abrió hacia adentro. La figura tambaleante de Frederick fue quien les atendió. Este extrajo un gran fajo de billetes de cincuenta dólares del interior del bolsillo de su chaqueta y se los tendió. El compañero del forzudo introdujo la camilla dentro del recibidor de la casa y volvió a salir por el dintel de la entrada. Tras estar de acuerdo en la cantidad de dinero pactada, se despidieron cortésmente de Frederick, se subieron a la ambulancia sin distintivos y se marcharon igual de desapercibidos como llegaron.
Frederick contempló cómo se alejaban durante unos segundos, pero entre que ya era noche cerrada y lo ebrio que estaba, los perdió de vista en un santiamén. Rió con desgana como un tonto y cerró la puerta, corriendo los pestillos de los cerrojos.



- ¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí? - dijo Frederick con una voz espasmódica y soltando algún que otro hipido hacia el rostro horrorizado de la muchacha tendida en la camilla.
Según veía con sus propios ojos vidriosos, al par que lujuriosos, los chicos se habían portado de maravilla en relación con lo que había encargado por el teléfono: ejemplar femenino, no mayor de treinta años ni menor de veinte, de cabellos rubios y figura atractiva. El subordinado que introdujo el pedido en el interior de la casa le aclaró lo más escueto posible que la encontraron en las cercanías de Claver Park, regresando al campus de la universidad de Pembrico. No les fue nada difícil, dado lo solitario del sitio en ese momento, abordarla con un trapo impregnado en cloroformo para luego inmovilizarla en la camilla.
Frederick la siguió examinando detalladamente. La joven sólo llevaba puesta encima la camisa de fuerza y unas braguitas negras. Un trozo de esparadrapo colocado sobre los labios le impedía articular palabra alguna, con los largos cabellos rubios revueltos sobre sus hombros. Una gruesa correa colocada sobre el pecho la oprimía contra la camilla, evitando que se moviera, y sus pies desnudos estaban amarrados con cinta aislante alrededor de los tobillos. Los preciosos ojos azules celestes de la chica miraban con terror evidente a la altanera figura de Frederick. Este dirigió una fugaz mirada hacia la hora marcada en el reloj de pie del vestíbulo, y viendo que aún faltaba más de media hora para la hora acordada con su socio, decidió pasar un buen rato con la muchacha. Se bajó la cremallera de la bragueta del pantalón e intentó subirse encima de la camilla. Estuvo forcejeando con las barandillas laterales, y cuando estuvo cerca de bajar una, se tropezó, cayendo de bruces contra el suelo y a punto de hacer volcar la camilla con la joven amarrada a ella. Masculló su maldición por esa contrariedad. Se palpó el cuerpo, antes de ponerse de pie, asegurándose que no se había roto ningún hueso. También se percató de la integridad física de la chica. Desistida la intención de mancillar su honor, estuvo hablando necedades para sí mismo, recreándose de vez en cuando en la belleza de su prisionera.
El tiempo fue pasando, hasta que sonaron las dos campanadas sobre la medianoche.
Había llegado la hora acordada con Delawere.
Sus manos blanquecinas sujetaron la camilla por el tirador, y empezó a empujarla por los pasillos mientras canturreaba una horrible canción. Se encaminó hacia el ala este, hasta detenerse ante una puerta metálica. Arrimó sus labios ante un intercomunicador automático, y dijo con voz apremiante:
- ¡Jim! ¡Jim! Ya traigo la carnaza.
Al otro lado de la puerta se podía percibir cómo alguien quitaba una serie de cadenas, para al final abrirla hacia dentro.
Frederick empujó la camilla hacia su interior mientras la puerta se volvía a cerrar a sus espaldas.
La estancia era una diabólica mezcla de sala de torturas y pequeño laboratorio científico. Las cuatro paredes y el techo estaban encaladas, mientras el suelo estaba conformado por baldosas de falso mármol gris claro. La parte que implicaba al laboratorio disponía de una alargada mesa metálica cubierta por un mantel desechable de plástico de color azulado, confiriéndole un aspecto sobrio y pulcro. Sobre la mesa había dispuestos numerosos libros y facsímiles de tratados de estudios medievales, tubos de ensayo, probetas, cubetas de plástico y de aluminio, botellas transparentes donde sobresalían los tonos variopintos de los líquidos en ellas albergadas, dos candelabros de bronce de cinco brazos con sus correspondientes velas encendidas que iluminaban tenuemente la estancia, diversos instrumentales de acero, un recipiente de madera con tapa corrediza y otra de plástico duro transparente en la cual estaba Delawere removiendo con una cuchara un espeso líquido de olor hediondo y cuya composición de los ingredientes en ello empleado sólo era conocedor su propio creador.
Frederick dejó la camilla con la prisionera al lado de un cepo vertical de estilo sadomasoquista, para luego quedarse mirando como su amigo trabajaba con tal ardor y entregado a su obra, que el sudor empapaba su frente arrugada. En realidad, Delawere se asemejaba al alma del diablo. Medía un metro ochenta, era enjuto en carnes como un prisionero de un campo de concentración nazi y su pelo grisáceo hacía simplemente mención de aparición ligeramente por los bordes de su cuero cabelludo. Lucía una bata negra, de la cual sobresalía la parte inferior de unos pantalones marrones de tela italiana. Esto y sus zapatos de piel de cocodrilo indicaban cuál era su verdadero status social y económico. En cuanto a edad, sobrepasaba en siete años a Frederick, quien tenía cincuenta.
Delawere continuaba mezclando varios ingredientes adicionales en la caja translúcida. El resultado de su peculiar elixir fue adquiriendo un color negruzco, volviéndose cada vez más repulsivamente viscoso.
- Esta es la última vez que acepto mostrarte un experimento mío, Frederick.
“LA ÚLTIMA VEZ - enfatizó, mientras seguía revolviendo con un cucharón metálico el espantoso menjunje.
- No, si al final la culpa será siempre mía... - se defendió Frederick. Los dedos de una de sus manos empezaron a recorrer la parte interna de los muslos de la muchacha, que luchaba por salir de su estado de medio shock emocional. - Recuerda que fuiste tú el que sacó a la palestra las posibilidades de una poción que hiciese evolucionar hasta el infinito el intelecto de nuestra especie.
- De acuerdo. Pero es que los experimentos y los ensayos previos hay que realizarlos con la pausa y sensatez adecuada, tomando el tiempo necesario para ello. No como tú, mi estimado amigo, que hay que llevarlo a cabo todo en poco menos de tres horas, cuando se necesita mínimo unas cuantas semanas de pruebas en animales, antes de recurrir con las personas... - continuaba revolviendo una y otra vez. Al mencionar lo último, fue cuando finalmente reparó en la presencia de la muchacha. - ¿El sujeto es como te lo había especificado? - preguntó, señalándola con su mano izquierda enguantada. La otra estaba al descubierto.
Frederick extendió la brazos hacia arriba en un gesto de satisfacción.
- Pues claro que lo es. ¿O acaso tú desconfiada mente mezquina creía que mis chicos me iban a dejar en mal lugar? Obsérvala tú mismo. Una mujer joven, esbelta, atractiva, sana, de largos cabellos rubios. Ya sabes. Las de mi tipo - le dijo a la vez que introducía su mano diestra por debajo de la camisa de fuerza buscando la rotundidad de los pechos de la joven.
Nada más percatarse Delawere, este estalló encolerizado.
- ¡Déjala en paz! No debes ni rozarla, cerdo pervertido. Que quede claro que esos datos los pediste tú, Fred, viejo verde. Yo sólo necesito un conejillo de indias de aspecto saludable, nada más.
- Bueno. Relájate un poco. Y empieza ya de una vez. Tan sólo deseo ver cómo pones en práctica la teoría de tu maldito experimento. Por favor, date prisa, por lo que más quieras. Estoy que me caigo por el sueño - Frederick se sentó sobre el borde de la camilla, emitiendo ésta un quejido metálico de protesta contra el exceso de peso. - Además te recuerdo que mañana a estas horas deberé de estar en el Hospital Nacional de la maternidad de Sao Paolo utilizando el fórceps y practicando cesáreas en aras de aumentar la población de mi querido planeta Tierra.
- Ya falta poco. Mientras haz algo útil aparte de ayudar a alumbrar niños. Por ejemplo, acomoda el sujeto A en el molde de contención.
Frederick se puso erguido con suma dificultad, colocándose detrás de la camilla, empujándola y dirigiéndose hacia un gran molde ubicado en el suelo con forma de silueta humana.
Al llegar, calibró el peso de la chica con cierto desaliento.
- Tendrás que acomodarla tú, Jim. Yo, con estas manos y mi debilidad actual por los efectos de la bebida, no puedo - protestó, tratando de controlar los temblores de los dedos.
Delawere dejó de revolver el contenido del recipiente, y sin disimular lo alterado que estaba por tener que escuchar las continuas tonterías de su colega, rodeó la mesa de laboratorio para aproximarse hacia el molde, a la vez que le ordenaba con la mirada que le sustituyese removiendo los ingredientes de la fórmula mientras él se encargaba de introducir a la joven en su encierro definitivo.
Se acercó a la camilla y la liberó de la correa que la mantenía postrada sobre la misma. La chica intentó resistirse, pero la camisa de fuerza firmemente ceñida y sus tobillos inmovilizados por la cinta aislante facilitaron su introducción en el molde. Encajó su delicado y estrecho cuello en una sujeción de acero en forma de collar y lo cerró, evitando de esta manera que pudiera intentar incorporarse sentada. Luego la agarró por las piernas, y la hizo de estirar el cuerpo al máximo, colocando otras dos sujeciones de menor tamaño alrededor de sus tobillos a modo de grilletes. Había otra enorme sujeción que apretó sobre el vientre de la prisionera. Y otras dos similares a las de los tobillos, en este caso para las muñecas, pero que no hizo falta hacer uso de ellas por la gran utilidad de la camisa de fuerza. La chica se esforzó por moverse, en vano para su pesar e impotencia. Delawere la miró con frialdad a los ojos, y al ver que los tenía bastantes enrojecidos, le aplicó las gotas de un colirio para dilatarle las pupilas. Satisfecho, ordenó a Frederick que trajese el recipiente. Este se acercó con sumo cuidado y se lo entregó. Delawere verificó que la mezcla estaba perfectamente fermentada antes de ponerle la tapa al recipiente. En realidad era un artilugio que constaba de un tubo de goma y un pequeño cuadro de mandos sobre el cierre del mismo. Delawere solicitó a Frederick que le quitase a la bella muchacha el esparadrapo de la boca, cosa que este cumplió con presteza.
- ¡Sáquenme de aquí! ¡Cabrones! ¿Qué pretenden? - vociferó la estudiante universitaria al borde de la histeria nada más verse libre de la mordaza. Tironeaba con tanta fuerza de las argollas que sujetaban sus piernas por los tobillos, que con el roce contra el metal, estaba despellejándose la piel de la zona.
Delawere se enfureció sobremanera al oír tamaño alboroto, y aprovechando que la chica tenía la boca bien abierta, le introdujo el tubo garganta abajo empleando una brutalidad desmesurada.
- ¿Y ahora...? - preguntó Frederick con el semblante asombrado de la cantidad de sonda introducida.
- ¡Ahora esto! - y al decirlo, Delawere accionó los mandos.
El líquido viscoso e ignominioso recorrió con lentitud el interior del tubo, hasta ser ingerido por la joven. Su nuez subía y bajaba sin cesar y la garganta se le dilataba por la fuerza con que era introducido el producto en su esófago hasta alcanzar su estómago. Los ojos estaban a punto de salirse de sus órbitas, para finalmente volverse y quedarse blancos.
Frederick no pudo soportar ver el sufrimiento atroz de la joven, buscando una cubeta donde poder vomitar.
Casi un minuto largo le costó vaciarse al recipiente. Delawere extrajo con cuidado la sonda que estaba recubierta de una masa gelatinosa de flemas sangrantes. Aparentemente la chica había pasado a mejor vida. En cuestión de pocos minutos se le hinchó el vientre, los labios de la boca quedaron agrietados por la presión ejercida por la máquina al introducirle la extraña pócima, a la vez que su cutis terso ya adquiría un color amarillento y macilento. Delawere situó la tapa del singular féretro y la aseguró con un candado. Luego recogió la máquina de la sonda y la situó en la mesa del laboratorio, entre los dos candelabros.
- ¿Y ahora qué hay que hacer, Jim? ¿Enterrarla nosotros mismos, o llamar a Pompas Fúnebres? - le preguntó Frederick entre risitas nerviosas, bajando la altura de la camilla para echarse una cabezada.
Delawere dejó escapar un bufido. Se le ocurrió una idea brillante: ataría Frederick a la camilla (cosa que no sería nada difícil, dado que aparte que era mucho más fuerte que su amigo, Fred estaba bajo mínimos por la cantidad excesiva de bebida ingerida), le introduciría la sonda por la boca, pulsaría el botón de "succión" y contemplaría con gran regocijo por su parte cómo las vísceras del infortunado idiota irían a parar dentro del depósito de la caja. Desde luego, sería bonito observar los mofletes adhiriéndose a las mandíbulas, el vientre contrayéndose, sus contorsiones encima de la camilla producto del sufrimiento de la macabra tortura, con los restos de la cena sin digerir resbalándosele por las comisuras de los labios...
- Ahora sólo queda esperar a los resultados, si es que los hay - contestó, apartando ese pensamiento de la cabeza.
Se dirigió hacia un asiento de tortura que quedaba cerca de la entrada a la estancia, apretó tres botones disimulados que había encima del brazo izquierdo, y al instante las cuchillas puntiagudas y los grilletes desaparecieron como por obra de un milagro.
Se dejó caer en el sillón, en espera del momento en que su experimento empezase a surtir efecto en el cuerpo de la muchacha.
Entre tanto, desde el corredor más cercano sonaron las campanadas señalando las tres menos cuarto de la madrugada.



Frederick Sotdhler vio perturbado su frugal sueño nocturno a las cuatro de la madrugada por un llamativo estrépito procedente de la misma sala en donde se hallaba. Estaba tumbado boca abajo sobre la dura colchoneta de la camilla, y nada más abrir los párpados pudo ver que la estructura sólida del molde donde estaba confinada la muchacha se encontraba resquebrajada, con la tapa hecha trizas cerca de la mesa del laboratorio. Con los efectos persistentes de la borrachera que llevaba encima, hizo apoyo sobre su codo derecho para incorporarse lo más deprisa posible, y al tratar de sentarse recayó en que alguien le había atado las piernas con las correas a la barandilla de la camilla.
"Vaya, Jim. O esta es una de tus raras y atípicas bromas, o es que quieres averiguar si acaso soy la reencarnación de Houdini" - pensó.
Conforme cavilaba esto, un casi imperceptible, por la lejanía, aullido llegó procedente de los inmensos prados que rodeaban el hogar de Delawere.
Frederick dirigió su vista hacia su izquierda, observando como su amigo estaba durmiendo profundamente en el sillón de tortura. Con sumo cuidado se libró de las correas, se bajó de la camilla y se hizo con una de las velas del candelabro más cercano. Sacó el mechero del bolsillo derecho de sus pantalones, y tras un par de intentonas fallidas consiguió prender luz a la mecha negruzca de la vela. Con la ayuda de iluminación tan rudimentaria se aproximó hacia el sitio donde dormitaba Delawere, deteniéndose al fijarse que este se había situado sobre los ojos un antifaz negro para poder dormir, así como unos tapones para los oídos. Con paso indeciso desvió su camino hacia la zona donde estaba el molde. La tapa ya era irrecuperable, mientras la parte inferior se mostraba vacía, con los grilletes forzados y manchados en su superficie por restos de piel y sangre. No muy lejos del lugar donde ahora descansaba parte del molde había un charco apreciable de líquido viscoso con los restos de la camisa de fuerza del sujeto A.
- Jim. ¡Jim! - se esforzó en llamar a Delawere. - Jim, despierta - se volvió a dirigir hacia él con paso negligente.
Nada más llegar al lado de la silla empezó a golpear el brazo izquierdo de la misma, con tan mala fortuna, que apretó uno de los botones. Se escuchó un sonido seco, para contemplar seguidamente aterrorizado como siete afilados cuchillas atravesaban la garganta de Delawere.
Frederick soltó un grito penetrante al ver como su amigo se quitó el antifaz. Jim Delawere sólo alcanzó a poder decir una frase categórica antes de que la sangre acumulada en la tráquea se lo impidiera:
- Ahora entiendo tus prisas por sacar el experimento adelante, maldito traidor...
Frederick salió a trancas y barrancas de la tétrica habitación. Con las prisas, no se fijó que la puerta metálica había sido forzada desde el interior.
Recorrió innumerables pasillos hasta plantarse frente al perchero del recibidor. Recogió el abrigo, verificando que tenía las llaves del coche y se dirigió hacia la puerta principal, abriéndola con mano temblorosa. Abandonó la mansión dejando la puerta abierta, afrontando la negritud de la noche estrellada. Avivó el ritmo de sus pasos, pisadas precipitadas que resonaban sobre la superficie de cemento que circunvalaba los alrededores de la casa. Al final llegó fatigado al lado de su BMW de cuatro plazas. Introdujo la llave correspondiente en la cerradura de la puerta del conductor, alzó su mirada y contempló el perfil del astro lunar en cuarto creciente.
Por fin abrió la puerta. Se sentó frente al volante, cerró la puerta y puso los pestillos de cierre. Insertó la llave en el contacto, el motor rugió sin demora y con frenesí sacó el vehículo del jardín para dirigirse hacia el camino sin asfaltar.
Justo cuando pasaba al lado de uno de los olmos que había plantados a la entrada del camino, la luz fantasmagórica de la luna iluminó una figura definida femenina que dio un salto desde una de las ramas más altas, aterrizando sobre el techo del BMW.
Frederick percibió el terrible impacto al borde del espanto más demencial. Sus manos titubearon al volante, y el coche se salió del tramo lógico, recorriendo los siguientes metros sobre la hierba del prado.
Frederick detuvo el coche.
Por el espejo retrovisor vio reflejada una pierna aferrándose con los dedos del pie a la manilla exterior de la puerta derecha trasera. Giró su cabeza hacia atrás, observando petrificado como otra pierna se sujetaba con el uso de los dedos del pie a la manilla de la puerta trasera del lado contrario. Oprimió el pulsador de la luz interna del coche para ver con mayor minuciosidad esas extremidades, y le entraron casi arcadas al apreciar que la piel estaba completamente amoratada, con los músculos horriblemente tensos y desgarrados. Las piernas prosiguieron en su prolongación antinatural, con los pies ahora reconvertidos en garras sujetándose con firmeza a los guardabarros de las ruedas traseras.
El silencio continuaba reinando hasta que sus oídos captaron un sonido como si se estuvieran rasgando mil telas del mismo tejido de algodón al unísono.
Un suspiro de satisfacción surgió desde encima del techo.
Frederick iba a volver a poner el coche en marcha, cuando dos inmensos y alargados brazos surgieron delante del cristal del parabrisas, destrozándole las escobillas. Unas manos deformadas y enormes como sartenes agarraron el parachoques delantero, con visos de arrancarlo de cuajo. Frederick no pudo mantenerse más rato en sus cabales, vomitando sobre el volante al ver la forma en que la piel de aquellos brazos se iba estirando, siguiendo el ritmo de crecimiento de los huesos y los músculos.
Se sentía enfermo y aterrado a partes iguales, sin saber qué hacer a continuación.
En un ataque de lucidez, como cuando efectuaba una cesárea sin haber probado ni una gota de alcohol en las últimas veinticuatro horas, decidió jugárselo todo a la carta más alta. Abrió la puerta del copiloto como maniobra de despiste y salió por el de su lado correspondiente. Nada más echar pie a tierra, echó a correr con todas las escasas fuerzas que le quedaban dado su lamentable estado físico.
En plena carrera pudo entreoír una voz susurrante y sibilante suspirando a la noche:
- ¿Qué habéis hecho conmigo? ¿QUÉ ME HABÉIS HECHO?
Frederick continuó corriendo hasta que por fin alcanzó el camino de tierra.
Y allí fue donde tuvo el valor de volver la vista atrás.
Sobre su BMW se extendía el resultado del fallido experimento de su fallecido amigo. La otrora hermosa joven que le habían traído sus subordinados de una maldita compañía de ambulancias de la ciudad era ahora una entidad monstruosa. Sus piernas y sus brazos se estaban estirando y al mismo tiempo estrechando. Su tronco estaba firmemente adherido sobre el techo del vehículo mediante dos ventosas que antaño habían sido los pechos de una chica de veintidós años.
Y la cabeza.
Esto fue la perdición final en el frágil equilibrio emocional de Frederick.
Del cuello surgía una inmensa cabeza redondeada que se iba hinchando como si fuese un neumático de un camión. El diámetro de la cabeza mediría unos ciento veinte centímetros. La cabellera rubia ya no existía. Los ojos, los oídos, la nariz y la boca continuaban con el mismo tamaño original, motivo por el cual ya casi ni se les distinguía desde la lejanía del puesto de observación de Frederick. Este retornó su loca carrera desbocada por el camino rural, aumentando el ritmo al oír a sus espaldas como una especie de gigantesco balón de playa terminaba reventando por sus costuras.


Al día siguiente, el cuerpo sin vida de Frederick Sotdhler fue encontrado ahorcado por su propia corbata colgando de mala manera desde un roñoso aro de una canasta de baloncesto en el patio de una escuela de educación secundaria de una zona marginal de la ciudad.


Dos días más tarde, por casualidad, se descubrió el cadáver de Jim Delawere en avanzado estado de descomposición. Se dio por descontado que se suicidó él mismo en su aberrante silla de tortura.


Del resultado final del fracasado experimento de Delawere nada más se supo, así como tampoco del vehículo BMW de Frederick Sotdhler.

martes, 26 de enero de 2010

Música trance

Desde la oscuridad húmeda y maloliente de mi ilustre guarida, dedico el siguiente relato a los fenomenales compañeros de Latinmixstereo, suecos chiflados por la música de su país (cosa lógica) y admiradores de los ritmos latinos bailones. Llevan la voz cantante en el control de una emisora de música combinando ambos idiomas, lo que tiene un mérito enorme. Además de todo esto, me han brindado un detalle muy bonito dedicándome un vídeo musical acompañado de una fotografía de los encierros de Pamplona. Motivo más que suficiente para que un trozo de Göteborg forme parte de este relato en la presencia del personaje principal, aunque luego el final está en la línea de mis pesadillas nocturnas, ja ja. ¡Va por vosotros, mis queridos amigos suecos!




El sonido era repetitivo y machacón para los sentidos. Incitaba al baile. Al desenfreno. Al consumo de bebidas alcohólicas. Incitaba al uso de las drogas denominadas blandas.
Convertía a la gente congregada en la sala de fiestas en personas desinhibidas. El frenesí era sinónimo de locura colectiva. El hedor de los sudores corporales embriagaba el ambiente cerrado del local.



Lutero era sueco. Estaba presente en el Reino Unido para un período de un año de una beca Erasmus en la universidad de Birmingham. Tenía veinte años. Era todo lo contrario del típico joven nórdico atlético. Le encantaba la comida basura y la cerveza. Tenía sobrepeso, pero disponía de cierto intelecto como para haberse hecho merecedor de la ayuda económica de la beca para costearse esa parte de la singladura de sus estudios en el extranjero.
Era muy abierto. Su carácter bromista y cierta empatía consiguieron que en apenas un mes estuviese plenamente integrado en la sociedad juvenil anglosajona del campus. Su inglés era bastante decente y comprensivo. Así que no era de extrañar que aparte de los estudios, adquiriera ciertos vicios de la sociedad británica.
El principal era que podía encontrarse de todo. Desde creencias muy aperturistas a una cerrazón de ideas muy conservadoras.
Lo que jamás pudo pensar que también iba a conocer la faceta del terror.



Aquella música le estaba hipnotizando de alguna forma. Llevaba horas siguiendo el ritmo de la mayoría. Estaba exhausto. Su camisa de algodón bañado en sudor. Todos sus cabellos apelmazados. Necesitaba un descanso. Abandonar la gran masa compuesta por cuerpos alocados y nada dóciles arrumbados por la repetición de la música trepidante creada por los DJ del escenario central.
Lutero se fue abriendo paso con dificultad. Tropezaba con chicos y chicas sumidos todos en una orgia de movimientos y danzas paganas. Tenía que alcanzar los aledaños de los baños. Unos minutos allí dentro, sentado en el inodoro, con las palmas sobre los oídos para evadirse del guirigay que le rodeaba. Necesitaba ese intervalo de reposo. Si no lo conseguía, pensaba que podría incluso llegar a perder el conocimiento. No le gustaba la sensación de sudor frío que le empapaba la espalda.
Estaba a punto de zafarse de los últimos brazos que lo atosigaban.
De abandonar el círculo vicioso.
Allí estaba la puerta de los servicios. Abandonada a su suerte. Curiosamente no había nadie rondando por su alrededor. Era la zona más tranquila y diferenciada del resto del inmenso local de música dance de la ciudad.
Cuando iba a encaminarse hacia ella, unos brazos le sujetaron por los hombros. Se volvió y vio a dos porteros fornidos impidiéndole dejar el fragor de la fiesta interminable.
- ¿A dónde crees que vas, insensato? - le preguntó uno.
- Me encuentro algo mareado. Tanta música, tanta gente, me está pasando factura - se justificó.
Los dos gorilas se miraron entre ellos divertidos.
- Tú no te vas a ningún lado. Si revientas, la palmas dentro - le dijo el segundo de los forzudos.
Los dos lo introdujeron a empellones de regreso a la cacofonía de la sesión de música trance.
Lutero estaba sintiéndose cada vez peor. La masa lo fue conduciendo hacia el centro de la sala.
Era un monigote moviéndose a impulsos de los demás.
Ya no sentía nada.
Formaba parte de la locura.
De la secta musical.
Del trance.




Un cuarto de hora más tarde un cuerpo inerte era retirado en camilla por los operarios de una ambulancia.
El nombre del difunto: Lutero.

lunes, 25 de enero de 2010

El ventanuco

Bueno, acabo de visitar la cocina. Estoy muy satisfecho. El ilustre repostero Bogus Bogus está ultimando los nuevos relatos que pondré a disposición de la atenta concurrencia de Escritos de pesadilla. Mientras terminan de estar a puntito, horneándose hasta quedar realmente asquerosamente incomestibles, recupero esta benevolente historieta en honor a la vuelta de los niños al colegio. Les aseguro que es la mar de estimulante...




Dick Tracy tenía solamente doce años y regresaba del colegio con una sonrisa en los labios. En uno de los bolsillos de la mochila escolar guardaba el boletín de las notas del primer trimestre y había sacado todos A+ menos en matemáticas donde había logrado una B. Su felicidad se notaba en la forma que botaba el balón de fútbol sobre el firme de la acera conforme se acercaba a casa. Sus padres se iban a poner supercontentos. Y seguro que sus logros en los estudios iban a ser recompensados de alguna manera. Su mayor ilusión sería asistir al partido del sábado en el Madison Square Garden donde los New York Rangers se las iban a tener tiesas con los Boston Bruins de la liga nacional de hockey sobre hielo. Había tanta rivalidad entre los dos equipos que las batallas campales estaban a la orden de cada encuentro. Dick estaba seguro de que sus padres iban a permitirle ese capricho. Continuó caminando a buena marcha sin dejar de botar el balón. Dejó atrás el Burger King con su aparcamiento y afrontó la vuelta de un edificio de dos plantas que llevaba unos cuantos años clausurado. En su mejor época debió de ser una especie de casa de citas. Ahora tenía todas las ventanas tapiadas con losas de hormigón y con la puerta de acceso claveteada con tablones y con un buen candado cerrado sobre el pasador para que nadie tuviera la intención de ocupar de forma gratuita el recinto. Dick pasó por delante de la fachada y justo al doblar la siguiente esquina perdió el control del balón.
Este fue rodando hasta ocultarse detrás de un denso matorral que había al lado de la pared lateral del edificio. Sin pensárselo dos veces fue en pos del mismo, como temiendo que fuera a perderlo para siempre. Tuvo que abrirse sitio entre la maraña de ramas. Afortunadamente no tenían espinas ni el conjunto de plantas era venenoso. Encontró el balón detrás del matorral, al lado de un pequeño ventanuco ubicado a ras de suelo. El niño estaba satisfecho de haber dado con su objeto de diversión deportiva, pero aquello le llamó la atención. La diminuta ventana tendría un marco de unos 75 centímetros por alto y cincuenta de ancho y carecía de postigo. No se veía ningún gozne, ni quedaban rastros de marcas oxidadas de haber albergado alguno. Simplemente carecía de la hoja con su correspondiente vidrio. Lo que incentivó la curiosidad de Dick por el ventanuco fue que el vano estaba abierto al exterior sin nada que lo tapase. No habían puesto ladrillos ni estaba tapiada con cemento. Aunque bien pensado, ¿quién iba a poder colarse por allí dentro? Sólo un niño travieso y curioso de complexión flaca y corta estatura lograría hacerlo. Y el cuerpo de Dick correspondía a esas características físicas. Algo rondaba por la mente del muchacho. Se sentía como hipnotizado por el hueco. Dentro reinaba la oscuridad. Y no se sentía ningún tipo de ruido. Estaba a punto de recoger el balón para marcharse del lugar, cuando el propio balón rodó hacia el ventanuco.
- Epa...
Dick reaccionó demasiado tarde, viendo como su balón era tragado por la ventana de marras. Una vez dentro se suponía que debía oírse como rebotaba en el suelo del sótano del edificio, pero no surgió ningún sonido de su interior.
El niño se quedó frustrado y muy disgustado. Ese balón era su favorito. Aparte de jugar con sus amigos en el patio del colegio, todos los domingos de cada semana, si el tiempo lo permitía, retaba a su padre a un uno contra uno en la canasta que tenían al lado de la entrada del garaje de la casa.
Contempló el marco del ventanuco. Parecía un ojo de cíclope con el color del iris más negro que el petróleo. Las señales horarias de su reloj de pulsera le indicaron que se estaba haciendo tarde. Y llevado por la premura, decidió arrastrarse por el hueco ubicado a la altura de sus rodillas. No se quiso ni imaginar la altura que podría haber desde el alféizar hasta el suelo del sótano del antiguo prostíbulo, y mucho menos pensar si luego conseguiría llegar a su altura para salir de nuevo al exterior. Era de suponer que en todo caso habría alguna caja o algún tipo de mueble viejo que le ayudaría a escalar de nuevo hasta la ventana. Sin esperar a mucho estaba ya echado sobre su barriga, con las piernas colgando en la infinita negrura. Sus pies no tocaban ninguna superficie sólida. Estaba en el vacío. Y continuó estándolo cuando fue engullido del todo por la voracidad del interior del ventanuco.
- ¡Socorro! - gritó con fuerzas, implorando ayuda.
La sensación que tenía era como de ingravidez. Su cuerpo se retorcía, con las puntas de los dedos ansiando asirse a algún punto que sobresaliera de entre la oscuridad. Sus piernas patalearon compulsivamente sin tocar fondo alguno. El niño estaba aterrorizado. Todo él flotaba en un mundo desconocido. Desde su perspectiva podía entrever el vano del ventanuco alejándose de él como si fuera una nube empujada por la fuerza del aire.
- ¡Noo! ¡Que alguien me ayude! - suplicó Dick, llorando de impotencia.
Su cuerpo se agitaba con tanta brusquedad en el vacío que terminó perdiendo la mochila.
El hueco recortado del ventanuco fue distanciándose hasta que Dick terminó formando parte de la propia oscuridad del lugar.
Sus lamentos nunca le sacarían de allí.
Entonces escuchó una voz justo al lado de su oído derecho.
- Bienvenido a tu nueva vida, chico.
Se volvió pero no pudo atisbar nada en concreto entre tanta penumbra.
- ¿Quién eres? - preguntó a la voz desconocida.
- Soy quien se va. Y tú eres quien me releva.
Dick lloraba a lágrima viva. Se sorbió los mocos con el cuerpo danzando en el vacío.
La voz que escuchaba era la de otro niño.
- Si entras aquí, aquí te quedas... Hasta que alguien venga a relevarte - continuó diciéndole la voz anónima.
- No... No quiero quedarme aquí.
- No pasa nada. Aquí nunca tendrás hambre. Ni sueño. Ni ganas de ir al baño. Es como si el tiempo se detuviese un rato, hasta que lo que te retiene aquí decide volver a dejarte libre.
- No entiendo nada de lo que me dices...
- Es sencillo. Esto es una especie de trampa. Si caes en ella, lo que hay detrás de la ventana te retiene. No sé lo que es en verdad. Sólo que te mantiene aquí atrapado como si fueras su mascota.
Como no sientes nada, no te das cuenta nunca del tiempo que llevas aquí dentro retenido. Simplemente sabes que ha llegado tu hora de salir cuando alguien más se siente atraído por la ventana y decide entrar. Eso es lo que me pasó a mí en su momento, y eso es lo que ahora te pasa a ti.
- ¡No! ¡No quiero permanecer aquí por más tiempo! ¡Quiero salir! - exigió entre gimoteos Dick tratando de sujetarse a algo abriendo y cerrando las manos.
- Tendrás que ganártelo, amigo. Como yo me lo he ganado hoy.
“Ah, y por cierto, el balón es precioso. Te juro que te lo trataré bien.
“Ahora tengo que irme. Seguro que mis padres me han estado echando mucho de menos.
La voz cesó en su conversación con el muchacho.
Dick intentaba localizar el hueco de la ventana sin ningún resultado positivo.
Palmoteaba como un ciego que acabara de perder su bastón que le servía de apoyo para trasladarse por una estancia nueva.
Nunca más volvió a escuchar aquella voz surgida de entre las tinieblas...
No le quedaba otra alternativa que esperar hasta que surgiese su sustituto.
Un nuevo incauto que cayera en la trampa del ventanuco.
- No. No quiero quedarme aquí - imploró con el cuerpo flotando en una especie de limbo.
Sus gritos ansiosos no le fueron de ningún provecho.
Su destino tenía una única solución.
Y la llegada de la respuesta a sus pesares era una fecha indeterminada.
Finalmente Dick se cansó de zarandear tanto su cuerpo.
Comprendió que era inútil.
- Papá. Mamá. Os quiero mucho. No se el tiempo que tardaré en veros de nuevo - musitó entre lloros.
El tiempo se dilató. Dejó de existir para él.
No tenía ningún sentido resistirse a su suerte.
Ahora quedaba esperar y esperar.
En silencio.
Desde la negrura más allá del ventanuco.

sábado, 23 de enero de 2010

Asesinos ficticios: Maurice Unstable, el Ilusionista Sangriento

Hoy toca el segundo capítulo dentro de la exitosa saga de Asesinos Ficticios emitido en los años cuarenta por la cadena norteamericana XRZ TV Incorporation Of Vagos From Zululandia. Tan sólo quedan las grabaciones originales, las cuales pude adquirir en una puja reñida por la cadena online E-Vay al coste final de cinco céntimos de euro. Una vez restauradas por mi eficaz ayuda de cámara, Dominique, nos prestamos a visionar en la pantalla dispuesta en el saloncito de invitados inesperados el recordatorio gráfico de las penosas hazañas de Maurice Unstable. Espero que pasen un rato desagradable...




Asesinos ficticios.
Grandes pero desconocidos asesinos en serie norteamericanos.



Maurice Unstable nació en una fecha indeterminada del año 1889 en la granja familiar de los Appleville, en un rincón recóndito de la bendita California. Era una hacienda muy humilde, donde el cultivo de una determinada remolacha condujo a la familia a la ruina (un jardinero les vendió una gran partida de semillas procedentes de una variante de la lejana y exótica Mesopotamia, cosa que fue un timo a todas luces, valiéndose de los escasos conocimientos históricos y culturales del patriarca). Una vez embargadas las tierras y la casa, los Appleville se vieron en la obligación de ofrecer sus servicios al terrateniente Hutchinson, a cambio de cobijo y comida. Ello implicaba tener que trabajar de sol a sol en los campos de árboles frutales, sin descansos posibles ni para la merienda y mucho menos echarse una reconfortante siesta, hábitos arraigados en la familia. El joven Maurice, a pesar de su corta edad de tan sólo diez años, fue obligado a tener que cargar a sus espaldas con los capazos donde eran depositadas las manzanas y peras. Más o menos hasta casi veinte kilos cada vez, decenas de veces al día. Ello conllevaría a la larga, que aún a pesar de su estatura luego alcanzada en la edad adulta (metro ochenta y cinco), se le desarrollara una columna encorvada dándole el aspecto de un muelle encogido a punto del brinco. El muchacho nunca recibió educación escolar (ni siquiera la más elemental), y con el paso de los años, aparte del ingrato trabajo diario, en los escasos ratos libres de los que disfrutaba, fue aficionándose a las revistas por los dibujos en ellas reflejados de magos de las grandes ilusiones realizando números espectaculares que le dejaban siempre con la boca abierta. A veces algunos de sus amigos que sabían leer, se ofrecían a hacerle saber lo que venía escrito en los artículos que acompañaban a las imágenes. Y lo hacían exageradamente, enfatizando en que muchos de los trucos eran un puro fracaso, conociéndose casos en los cuales algún que otro mago se había equivocado al partir un voluntario por la mitad, dejándole trabajo extra al dueño de la funeraria más cercana.
Sin querer, estas tergiversaciones acabaron calando hondo en el nulo intelecto del muchacho.
A la edad de diecisiete años, y tras numerosas prácticas realizadas a escondidas con gorrines, perros y gatos vagabundos y una anaconda robada del Rincón de los Reptiles de la localidad cercana de Lomar, abandonó las fértiles tierras del hacendado Hutchinson a hurtadillas con ciertos instrumentos de carpintería que le iban a ser útiles en sus planes de labrarse una carrera profesional como Ilusionista.
Adquirió el nombre artístico de Maurice, El Inimitable. Pertrechado de varias sierras, tablas de madera fina con borde de cuchilla, serruchos oxidados y diversas hachas, se dirigió el 17 de septiembre de 1906 a la pequeña ciudad de Gloria al Padre. Todos los habitantes eran muy religiosos, y estaban influenciados por el carisma conservador y autoritario del párroco Stewart Hen. Este tenía 80 años cuando asistió a la actuación improvisada del artista en la plaza principal. Maurice debió de estar muy convincente en su alocución a la hora de solicitar un voluntario para el gran truco del serrucho herrumbroso, logrando convencer al señor Stewart para que se tumbara encima de una mesa. Acto seguido le hizo de alargar las piernas y los brazos, sujetándoselos a la tabla con cuerdas alrededor de las muñecas y los tobillos. Según testimonios de los testigos que presenciaron su primera actuación como ilusionista, Maurice le preguntó al párroco si se encontraba cómodo. A la respuesta negativa del anciano, le colocó un trapo a modo de mordaza en la boca y sin más se puso a partirle por la mitad con un terrible serrucho con los dientes torcidos. La gente se quedó paralizada por el terror conforme el artista dividía a su querido párroco como si fuera una barra de pan. Cuando terminó de separarle las piernas del abdomen, con el señor Stewart descansando en paz en contra de su voluntad inicial, alzó la sierra y comentó lo bien que había salido el truco. No tardó en apreciar la indignación perfilada en los rostros de los feligreses del Ministro del Señor dividido en dos piezas sangrantes, así que hubo de dejar todas las herramientas en el lugar de los hechos para así huir dando grandes zancadas, evitando ser linchado y con ello ver su carrera artística finiquitada en una única y memorable actuación.
A raíz de este asesinato público a sangre fría, Maurice Unstable se vio forzado a cambiar su nombre estelar del Inimitable, por el más prosaico del Ilusionista Sangriento.
Desde la muerte del reverendo Stewart Hen, se sucedieron más actuaciones de Maurice. Tenían lugar en pueblos pequeños y apartados. Todas las víctimas era gente voluntaria que se prestaba a formar parte de sus esperados trucos de magia de escena, sin saber que en ello les iba la muerte más atroz y dolorosa. Entre 1906 y 1910, donde se celebró su última actuación sangrienta conocida, Maurice Unstable asesinó a quince personas, todas ellas varones, en catorce localidades distintas. En sus variadas performances, recurrió a decapitaciones con el uso de hachas y espadas, amputaciones a gran escala con hojas afiladas inmovilizando a la víctima en una caja con orificios para los pies, las manos y la cabeza, y destripamiento con empleo de los consabidos serruchos oxidados. Como todas sus actuaciones terminaban en un puro fracaso, con la muchedumbre asistiendo atónita a su carnicería antes de poder reaccionar y prenderle al instante, Maurice emprendía la fuga, o bien a la carrera (a pesar de su estatura, estaba muy delgado y tenía buenas piernas), o bien robando un caballo o una carreta, dejando atrás sus artilugios, motivo por el cual había un lapso de semanas o meses entre actuación y actuación, hasta que pudiera reunir nuevos instrumentos y crear nuevos artefactos donde poder inmovilizar a los próximos voluntarios del Ilusionista Sangriento.
Desde su último número en abril de 1910, donde aserró la cabeza del alcalde de Rinconcito Amado, en Nuevo México, Maurice Unstable dejó de matar, sin que se llegara nunca a descubrir su paradero.
De este modo, dejó un legado que poco a poco fue quedando en el olvido, pudiendo afirmarse que a pesar de sus esfuerzos por pasar a la fama, el Ilusionista Sangriento simplemente tuvo un pequeño momento de gloria en una zona en concreto de los Estados Unidos, para luego quedar en el anonimato más absoluto superado por otros asesinos seriales muchos más modernos.



Resumen de las hazañas criminales del asesino en serie Maurice Unstable, "El Ilusionista Sangriento".


17 Sep. 1906, en Gloria al Padre, parte por la mitad al reverendo Stewart Hen, de 80 años.

25 Nov. 1906, en Río Chico, atraviesa a sablazos a Peter O´Moore, de 47 años, carpintero y viudo.

31 Dic. 1906, en Big Throat, decapita a Lionel Goose, de 15 años, y destripa a Benjamin Goose, de 13, ambos hermanos, hijos del sheriff local.

28 Feb. 1907, en Center Town, muere desangrado por amputación de piernas y brazos, Leopold Level, de 55 años, de profesión sastre, casado y con diez hijos.

8 mayo 1907, en Chihuahua Beach, atraviesa a sablazos a Martin Bud, de 71 años, militar retirado.

15 agosto 1907, en Green Leaves, divide por la mitad con un serrucho a David Isovechic, de 65 años, barrendero en su último año antes de la jubilación.

1 Nov. 1907, en Eternity City, decapita a Lucas Tutor, de 31 años, maestro de escuela.

7 marzo 1908, en Uptown, divide en tres partes de manera permanente a Otis Brown, de 44 años, de profesión bombero voluntario del pueblo.

23 Julio 1908, en Hillman, quema vivo antes de ser atravesado por una docena de espadas a Anthony Gross, de 27 años, dentista y recaudador de impuestos.

13 Oct. 1908, en Tree Junction, destripa a John Fatso, de 91 años, fundador de la localidad en la fiebre del Oro.

3 enero 1909, en Ringing Bell, asierra por la mitad y luego desmiembra a Ludovic Stella, de 36 años, banquero y miembro masón del Estandarte Dorado.

16 Sep. 1909, en Eturia, atraviesa con tres docenas de sables a Bobby Jo Junior, de 29 años, vividor y mujeriego sin oficio conocido.

2 Dic. 1909, en Happy Corner, decapita a Rutherford Dandy, de 54 años, dueño del casino más popular de la región.

28 abril 1910, en Rinconcito Amado, insertó dos estacas, uno en cada cavidad ocular, para seguidamente separarle la cabeza, al alcalde Cliff Border, de 63 años.

viernes, 22 de enero de 2010

Saltando a la comba

Hola. Hoy dedico este corto relato perturbador a mis queridos lectores, seguidores de Escritos de pesadilla y a mis amigos de la comunidad bloguera de Cincolinks. Al igual que un brindis torero, "va por ustedes". Un saludo escalofriante, y mañana nos vemos con el siguiente capítulo de Asesinos Ficticios...





Rodolfo Contreras era conocido por gastar bromas pesadas y realizar ciertas gamberradas cuando le daba finamente al morapio en la tasca del pueblo de Grandeza la Mayor. Sobre todo le encantaba fastidiar a los críos del pueblo. Si los veía jugando al fútbol, se metía en medio y apartaba el balón de una brutal patada, enviándolo al quinto pino. Así era de simpático el hombre. A sus cuarenta y nueve años, ya era difícil que cambiara su actitud y menos su carácter.
Una tarde, ya a punto de anochecer, Rodolfo salió de la tasca a trancas y barrancas, enardecido por haber ingerido unas cuantas copas de vino tinto. La iluminación en el poblado era muy limitada, y las sombras solían adueñarse con prontitud de las callejuelas y los alrededores de Grandeza la Mayor en cuanto el sol terminaba de ponerse.
Este era el caso cuando Rodolfo decidió dar una vuelta en dirección a las afueras del pueblo. Le encantaba sentarse entre pinos, y si no hacía excesivo frío, dormir la mona tumbado sobre la hierba y las agujas desprendidas de los pinares. Conforme iba avanzando por un estrecho sendero de tierra, pudo entrever con los ojos medio cerrados a tres niñas jugando. Estaban saltando a la comba con una cuerda muy larga. Le llamó la atención que las mocosillas estuvieran fuera de casa a esas horas otoñales del día, y tan alejadas de la plaza del pueblo, que era el lugar de esparcimiento de los más pequeños cuando terminaban las clases del día.
Rodolfo sonrió con malicia. Bueno, pronto iban a tener que regresar con sus padres, porque les iba a estropear la diversión, pensó para si mismo.
Andando ligeramente en zig zag, se acercó a las chiquillas y se puso a saltar a lo tonto sobre la cuerda, hasta que quedó finalmente enganchado.
- Jo, jo. Se os ha acabado el juego, mocosas. Hale, arreando a casa, que ya es hora - les dijo entre carcajadas.
La cuerda fue enredándose alrededor de su talle, incidiendo en juntar sus brazos contra sus costados.
- ¿Qué hacéis? Basta de tonterías. Que no estamos jugando a indios y vaqueros - rezongó con voz tomada por los efectos del alcohol.
Las tres pequeñas continuaron enredándole con la cuerda, apretando las ataduras alrededor de sus piernas, hasta hacerle perder el equilibrio y caer de espaldas sobre el duro suelo del sendero.
- ¡Diantres, chiquillas! ¡Ya basta! - dijo, juntando los párpados para enfocar su visión sobre las niñas traviesas.
Su mandíbula se desencajó de horror.
Aquellas tres pequeñas no eran tales niñas como había creído en un principio.
Eran tres criaturas de menos de un metro de alto, negras como el alquitrán, sin ojos ni orejas, y con unos cabellos largos que les llegaban hasta tocar el suelo. Las tres deformidades antinaturales abrieron sus bocas con satisfacción. Acababan de cazar su presa del día. Empezaron a tirar del cuerpo de Rodolfo Contreras, conduciéndole por el bosque cercano, hasta dar con la entrada a una especie de madriguera formada bajo la superficie del suelo. Primero entraron las tres aterradoras criaturas, para seguidamente hacerlo el cuerpo inmovilizado de Rodolfo, tironeado por un extremo libre de la cuerda. Su cabeza alcanzó la oscuridad total de un estrecho túnel húmedo horadado por aquellas bestias horripilantes. Luego su torso y por último las piernas.
Trató de gritar como un loco, pero nadie pudo escuchar sus lastimeros ruegos de auxilio conforme las criaturas se pusieron a devorarle la carne del rostro, ansiosas de alimentarse hasta que sus estómagos estuvieran del todo repletos.

miércoles, 20 de enero de 2010

Arlequín

Pase a la salita de espera, mi querido invitado. Es la hora del té. Lo acompañaremos con unas galletitas de mantequilla exquisitas. Y de paso, nos amenizará la velada un artista de origen italiano. Sabe hacer reír a la gente con sus números cómicos. Ya lo verá usted. Ah, por cierto, ya veo que se ha fijado en el cubo y la fregona. Nada, es por si parte del escenario queda salpicado por la sangre...




Sujetaba cuidadosamente la aguja de hueso de paloma entre el pulgar y el índice de su mano derecha, mientras con la izquierda asía el traje formado por cuadros y rombos, remiendos de otras prendas usadas y deterioradas. Por ello tanto el pantalón como la chaqueta eran muy coloridos, de diversos tonos. El hilo trazaba costuras irregulares. De vez en cuando se pinchaba las yemas de los dedos con la afilada punta de la aguja. Cuando eso sucedía, gritaba irritado, sumamente enfadado, maldecía y soltaba imprecaciones a la soledad que le rodeaba en el sótano húmedo y frío de la casa que fuera de sus amos, ya fallecidos y enterrados. Ellos habían sido sastres, de cierta reputación entre la clase media de la localidad. Silecio y Dalmacia fueron quienes le enseñaron la manera en que podía confeccionarse su propia ropa. Lo único humanitario y destacable que habían hecho por él, pues en lo demás había sido despreciado y maltratado como si fuera un vulgar esclavo. Mal alimentando. Con un salario insignificante.
Continuó con la creación del traje. Lo hacía con más apremio del necesario. El anterior que había lucido hasta entonces estaba descosido por varias partes, desgarrado por la pechera e impregnado de sangre. La sangre de sus amos.
Pasaron las horas. Cuando estaba a punto de despuntar el alba, tuvo la vestimenta terminada. Ansioso, se vistió con ella. Estuvo bastante acertado en las medidas y rió con gusto. Buscó su sombrero de tela clara con la cola de un zorro adornándolo, se ciñó el cinturón negro con un palo que pendía como si fuera una espada y recogió una media máscara negra con facciones demoníacas con el cual se recubrió el rostro. Una vez convenientemente ataviado, abandonó el lóbrego sótano subiendo por las escaleras hasta el piso bajo. La tienda tenía los ventanales con unas lonas tupidas tapando las vidrieras. Varios maniquís estaban tirados por el suelo, acompañando a los cristales hechos añicos de los espejos de los probadores. Las manchas de sangre ya estaban viscosas en el suelo formado por tablas de madera sin barnizar. Por fuera de la puerta de entrada al establecimiento estaba colgando del pomo el letrero que informaba que estaba cerrado al público. Era sábado. Si transcurría el día con normalidad, tendría dos jornadas para dedicarse a su papel, al ser el domingo día festivo. Tranquilizado por el silencio absoluto que imperaba en el interior de la sombría tienda, se tendió en el suelo, encima de la ropa diseminada, y confiando en que nadie iba a molestarle en todo el día, se abandonó a un sueño profundo y reparador.



El guardia imperial estaba cumpliendo su ronda nocturna por las callejuelas estrechas de la villa, cuando vio el personaje estrafalario asomando de una esquina. Lucía una indumentaria mal cosida, formada a base de múltiples remiendos, con una pernera más corta que la otra. La chaqueta tenía una caída desigual por los faldones. Sobre la cabeza llevaba un gorro con una sucia cola de zorro. El rostro permanecía medio oculto por una máscara con adornos en forma de cuerno. Y al lado de su costado derecho, colgando del cinturón, un largo palo con la punta roma.
Los labios de la persona disfrazada de tal guisa esbozaron una sonrisa, enseñando los dientes.
El militar tardó en darle el alto. Le impresionó sobremanera observar que la mayoría de las piezas dentales eran puntiagudas.
- ¿Qué hace usted merodeando a estas horas de la madrugada? Hay toque de queda. - le advirtió el guardia.
Aquel personaje se rió por lo bajo y de repente dio unos brincos de medio lado, acercándosele.
Cuando lo tuvo al lado, vio como desenvainó el palo.
- ¿Qué hace? ¿Busca que le atraviese con mi espada? - dijo el guardia sumamente serio.
El movimiento que realizó aquella persona con el palo le sorprendió de tal forma, que le dio la ilusión óptica de ser atravesado a la altura del corazón por la punta del madero. La luz desprendida en oblicuo sobre ambos reflejó sobre la pared del fondo la sombra del palo hincado en su cuerpo. Y cuando sintió una fuerte punzada de dolor en el pecho acompañado de una debilidad súbita, supo consternado que aquél palo estaba ejerciendo presión como una espada de acero. Sus piernas fueron vencidas por su peso, cayendo de rodillas sobre el empedrado de la callejuela. En un sutil instante, el Arlequín rasgó el aire con su palo, sesgándole la cabeza con la precisión de un experto maestro de esgrima. Una vez decapitado, el resto del cuerpo del guardia imperial se derrumbó en el suelo, cerca de las puntillas de los pies del eficaz atacante nocturno.
Arlequín sonrió con satisfacción indisimulada. Se puso a danzar de manera irreverente alrededor de la cabeza y el cuerpo del militar, glorificando su insensatez con una euforia desmesurada.
Pasado un rato, dejó el cadáver abandonado en la calle y se marchó por el mismo lugar por el que vino.



Las ventanas de las casas estaban sin cerrar. Esa noche hacía mucho calor, y los postigos estaban abiertos de par en par.
En el dormitorio de un niño llamado Antonio, un personaje se adentró por la ventana y se quedó quieto en cuclillas al lado de la cama del pequeño. Este tendría poco más de siete años.
El halo de la luna se dispersaba entre penachos de nubes, colándose por el hueco de la ventana, iluminando tenuemente el lecho donde dormía Antonio.
Arlequín alargaba hacia arriba las comisuras de los labios, mostrando su dentadura afilada, sonriente. Feliz de estar al lado del niño. En un momento dado, la punta de su palo rozó el suelo emitiendo un sonido brusco que despertó a Antonio. El muchachito se sorprendió al ver aquella persona situada al lado de la cama.
- Hola - le dijo Arlequín.
El niño se sobresaltó, apartándose del borde de la cama.
- papá... papá... - dijo, asustado.
- Quietecito... Si vuelves a hablar, te ensartaré con la punta de mi espada - gruñó Arlequín.
- ¡Antonio! ¿Te ocurre algo, hijo? - llegó la voz del padre del chiquillo.
El visitante se alzó cuan largo era. La puerta del dormitorio quedó entornada hacia adentro, con la mano del padre de Antonio aferrada al pomo. Desvió su mirada hacia la silueta vestida con un traje repleto de triángulos de diversos colores.
- ¿Quién es usted? ¿Qué hace en el dormitorio de mi hijo?
El extraño hizo una rápida reverencia descubriéndose la cabeza. En cuanto se colocó el sombrero sobre la misma, extrajo el palo de la funda de su cinturón.
- Luchemos. Tendrás una espada.
- Si.
- Pues ve a por ella. No me causa emoción matarte estando desarmado.
Lo dijo asomando la punta de su lengua blanquecina entre las dos hileras de sus dientes afilados.
El padre de Antonio echó a correr. Transcurridos unos segundos, regresó armado con su espada.
- En guardia - le animó Arlequín.
Ninguno de los dos eran expertos espadachines. El asaltante del atuendo llamativo se abalanzó sin miramientos hacia el cuerpo de su oponente, haciendo entrechocar la madera de su arma contra la espada del padre del niño, quien se defendía del ímpetu atacante de Arlequín a duras penas. Para su asomo, el palo le partió su arma por la mitad.
- Imposible - siseó el hombre, incrédulo.
- Pero cierto - le replicó Arlequín, atravesándole de lado a lado con su peculiar arma.
- ¡Papá! - lloró Antonio al ver como Arlequín mataba a su padre.
- Antonio - dijo este en un hilo de voz, derribando un mueble conforme perdía toda la estabilidad del cuerpo. En cuanto llegó al suelo, ya estaba muerto.
- Así se culmina un duelo con sangre- dijo Arlequín, feliz.
Dio unas cabriolas y se colocó al lado de la cama. Antonio estaba gimiendo y sorbiéndose los mocos, impresionado por la muerte de su padre.
- Calla. No llores. Es la noche del dolor. No conviene malgastar lágrimas por un hecho consumado - le dijo Arlequín.
- Has matado a mi padre...
- Y qué.
Se subió sobre la cama, colocándose de rodillas, y como si tuviera una capa que los cubriera a ambos, se situó sobre el niño, acercándole el rostro al suyo.
- Tengo que enseñarte algo, Antonio - se presentó. - Soy Arlequín. Visto así por obra y gracia de mis amos. Estos necesitaban alguien que hiciera mucho por ellos. Así que hace muchos, muchos años fueron a ver a mis padres, y a cambio de unas cuantas monedas me compraron como siervo suyo. Eran crueles y tacaños. Me golpeaban a todas horas y me obligaban a realizar tareas desagradables y muy penosas. Un día traté de huir, pero me cogieron. Estuve una semana encerrado en un sótano, desnudo y encadenado a la pared, muerto de hambre y de frío. Pero lo peor estuvo por llegar. Para evitar que volviese a intentar escapar, esculpieron mi rostro. Me lo cambiaron. De esa manera no se me ocurriría querer mostrarme ante los demás habitantes del pueblo. En eso tenían toda la razón del mundo. ¿Cómo querría yo por aquel entonces compartir mi rostro con los demás?
Arlequín miró fijamente al niño. Luego se quitó la máscara que cubría la parte superior de su rostro. Ante el horror de Antonio se le presentaron unos ojos inyectados en sangre encajados en las cuencas de una calavera viviente. Pues desde los pómulos hasta la frente, aquella persona tenía el hueso a la vista, con ausencia total de músculos faciales, tejidos blandos y la piel que debiera recubrirlo en su conjunto.
- Pero ahora estoy dispuesto a mostrarme. Mis amos ya no existen.
 > Pues quien ha de temer a Arlequín, eres tú y el resto del vecindario. Quienes vivís de día y dormís de noche - dijo aquella criatura, antes de arrancar una nueva vida.
Segundos después, cuando eludía de un salto el alféizar de la ventana para alcanzar la calle, la iluminación débil y mortecina reflejada por la luna remarcó su dentadura puntiaguda cubierta de sangre fresca.
Era su noche.
La de Arlequín.
Un ser débil, que ahora era fuerte.
Un ser acomplejado, que ahora se regodeaba de todos aquellos que no lo habían considerado como uno de sus semejantes.

Estrenando Sobresaltos y temblores

A esta fecha nace Sobresaltos y temblores. Un blog predispuesto hacia el género del terror en su faceta de imágenes y relatos.

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