sábado, 31 de julio de 2010

Diario de un imposible (Writing an impossible feat in my diary)

22 de septiembre de 2007

Memoria mía. Qué frágil te conviertes con el paso del tiempo, sumando multitud de recuerdos en el olvido.
Cuerpo mío. Qué inútil me resultas en la vejez, necesitando el apoyo del bastón o de la silla de ruedas para continuar recorriendo los lugares más comunes de la vida.
Salud mía. Qué quebradiza se torna con los órganos envejecidos y asumiendo la precariedad de las enfermedades.
¿Pretendemos tener una vida larga con un sufrimiento final necesario antes de abordar el recodo final del sendero que ha de conducirnos al cementerio?
Yo no lo deseo así.
Me presento. Soy David Hammer. Tengo cuarenta años. Dispongo de un trabajo estable. Estoy soltero y sin compromiso. Mi estado es bueno en general. No tengo sobrepeso, el nivel del colesterol nunca ha sido alarmantemente alto, hago ejercicio con cierta frecuencia, bebo lo justo y fumo dos o tres cigarrillos diarios.
Nunca he tenido alguna dolencia más allá de una simple gripe y tampoco he sufrido ninguna lesión física.
Un tipo sano, de edad mediana, que vive a su aire. Eso soy yo. Algo solitario y sin muchas pretensiones. Tampoco es que sea muy dado a integrarme en grupos sociales, y el apetito sexual lo controlo, sin que se convierta en una obsesión que me haga buscar ligues pasajeros en los bares de solteros o en las discotecas.
Lo que me intranquiliza es el paso de los años. Ahora cuarenta. Dentro de poco, sin darte cuenta de ello, llegarán los cincuenta. Y luego los sesenta, la jubilación y la fosa de la tumba del cementerio de la ciudad…
Deprimente.
Calidad de vida. No deseo morir tempranamente producto de ningún infortunio, pero tampoco llegar a viejo con un centenar de achaques.
Daría cualquier cosa por vivir cien años en buenas condiciones. Firmaría un pacto con el mismo diablo por llegar hasta esa edad con mi salud y mi estado físico actual.
Morir a los cien años con el organismo de un hombre de edad mediana. Suena bien.
Aún estoy esperando a un vendedor a domicilio que me ofrezca esa panacea.


15 de junio de 2008


Pasan los meses desde la última anotación reflejada en mi diario.
Sigo igual de optimista en lo que afecta a mi vejez. Las edades tardías del anciano. Je.
Demonios. Ha quedado claro en un chat que he tenido en un cibercafé con un interlocutor con el nick de SinReservas que todos mis pensamientos trascienden la lógica elemental del nacimiento, el crecimiento, la fase adulta, la madurez y la muerte del ser humano.
Estuve divagando con él sobre este asunto por espacio de la media hora que había pagado por anticipado para el alquiler del ordenador público.
Al final llegamos a la conclusión que antes de llegar al dolor ineludible, existen medidas paliativas. Si hay una reserva mínimas de fuerzas, el suicidio es la mejor de las maneras de atajar las inclemencias de la ancianidad.
Aunque no me veo arrojándome desde el pretil del puente de un río. En eso soy un cobarde.
Por tanto, no me quedaba más que asimilar el dolor, los síntomas amargos de las enfermedades cuando llegase a viejo. La terrible fase terminal.
“No seas tan poco positivo, tío. Puedes morir de viejo en la cama sin enterarte.”
Esta fue la aportación final de SinReservas a mi billetera necesitada de dólares.
Menudo alivio. En fin, mejor que termine con esta parrafada de una vez por todas.


23 de diciembre de 2008

¡Ten miserias, y el infortunio te las magnifica por mil!
Me ha costado un mes decidirme a escribir algo en mi bitácora.
El 22 de noviembre pasé la revisión médica anual con la mutua médica de la empresa en la que estoy trabajando. La doctora que me atendió reparó en un bulto surgido en mi axila derecha. Me sugirió que fuera a una revisión más exhaustiva. Como tengo algunos ahorros, fui a una clínica privada, y ahí se me detectó un cáncer.
Joder. Lo tengo extendido por el pulmón y parte del hígado. Me dan menos de seis meses de vida.
El caso es que no siento ningún tipo de malestar. Sigo haciendo ejercicio físico sin cansarme.
El dolor.
Quisieron convencerme para las sesiones de quimioterapia. Podría prolongar mis expectativas de vida en algunos meses más. Pero el sufrimiento iba a ser obvio.
¡No!
¡Dije NOOOO!
 ¡No quiero padecer ningún tipo de dolor!
Jesús. Ayer dejé el trabajo.
Me quedan unos pocos meses para disfrutar de los placeres de este mundo.
El final de mi existencia será horroroso.
¡No quiero llegar a conocerlo!
Mañana…
Si.
Mañana tengo decidido ir a una armería y comprarme una pistola.
Afortunadamente no tengo antecedentes policiales…


7 de enero de 2009.

Han pasado las navidades, y aquí sigo, vivito y coleando. Tengo la pistola guardada en uno de los cajones de la cómoda de mi dormitorio.
Joder, no tengo huevos para dispararme a la tapa de los sesos.
¡Pero no me queda otra!
Hace tres días hice ejercicio por espacio de hora y media en la bicicleta estática, y acabé reventado. Necesité dos días para recuperarme del esfuerzo. Me siento cansado. En exceso.
¡Nooo!
¡Maldita sea mi suerte! Con cuarenta  y un años.
A nadie le importa si voy a sufrir como un perro antes de morir. Tan sólo en la fase terminal se me administraría morfina.
¡No hay derecho, hombre! ¡Puta vida la mía! ¡Ojalá nunca hubiera nacido…!
Nunca, nunca, nunca…


10 de enero de 2009.

He querido realizar algo de footing, y me he tenido que detener al cuarto de hora, jadeando como un perro.
Luego me he pasado colgado en internet toda la tarde. Llevo así desde que dejé el empleo decentemente remunerado que tenía.
En una página web encontré algo sobre poderes sobrenaturales de un brujo haitiano. En uno de sus artículos asegura que está capacitado para reconvertir el dolor en placer, la enfermedad en curación. La vejez en un período de juventud longevo sin aflicciones e incomodidades propia de esa edad.
Ja, un brujo del demonio. Me reí a gusto. Aún así, le dejé un comentario con la dirección electrónica.
El resto de la noche me la pasé bajándome episodios de la serie Perdidos. Nunca la había visto, y ahora tendría la oportunidad de pegarme un atracón con ella…


11 de enero de 2009.

Se llama Jacques Dernier. Me devolvió la contestación a mi comentario a las pocas horas. En ella mostraba su pesar por mi estado de salud. A la vez se mostraba muy interesado en conocerme en persona. Afirmaba que conocía un método para atajar mis dolencias. De matar el cáncer. No mencionaba ninguna cantidad a cambio de esa primera toma de contacto.
Sin reparos le di la dirección donde yo residía. No me importaba derrochar mis ahorros en las vanas expectativas de curación que pudiera ofrecerme aquel curandero haitiano. Me quedaba menos de medio año de vida. No he hecho testamento, y si no gasto el dinero, lo que me sobre se lo quedará el estado, je.
Por lo demás estoy algo debilitado. Sin ganas de abandonar mi piso. De salir al exterior.
Como con desgana y veo películas y series bajadas por el ordenador de internet…
¡Ven brujo! ¡Sálvame! ¡Y si no consígueme un bebedizo que acorte este desdichado final que me aguarda!


13 de enero de 2009.

La cita con Jacques Dernier fue en una cafetería cercana. El hombre era sumamente joven. No tendría ni treinta años y estaba fino como un junco. Nada más verle llegar y situarse ante mi mesa, esbocé una sonrisa, pensando que el haitiano comía alpiste por su extrema delgadez.
Al sentarse frente a mí, me tomó la mano derecha entre los dedos esqueléticos y con los ojos cerrados, susurró unas pocas palabras en lo que debía ser creole. Abrió sus ojos saltones y se me quedó mirando con cierta afabilidad.
“Vayamos a su casa. Usted está enfermo por un mauvais oeil. Un mal de ojo que le ha echado alguien.”
“No lo entiendo. No tengo conocimiento de nadie que me odie” – le dije, consternado.
“No siempre puede ser echado por alguien que odie a otra persona. También puede formar parte del ritual de una curación. Una persona enferma que le haya pasado a usted su enfermedad. Pero no continuemos hablando aquí en público. Su cáncer se expande por los órganos vitales día a día, y tengo que atajarlo ahora, antes de que sea demasiado tarde e irreversible.”
Así ha sido cómo Jacques Dernier accedió al interior de mi vivienda.
Portaba con él una mochila usada y repleta de objetos singulares, figuritas religiosas y frascos de contenido indefinido.
“Échese sobre el sofá. Las manos sobre el estómago, el cuerpo relajado, los párpados cerrados”, me dijo con voz suave pero que reflejaba una gran seguridad ante lo que fuera a practicar en ese momento para evitar los efectos del dichoso mal de ojo.
“Estamos hablando de una especie de conjuro”, le interrumpí, abriendo el ojo derecho.
“Cierre el ojo de nuevo y no vuelva a hablar hasta que yo se lo diga.”
Cerré los ojos.
Jacques Dernier empezó a recitar un sinfín de palabras en su jerga haitiana, hasta sumirme en un sueño ligero.
Fui despertado por él. Abrí los ojos y comprobé horrorizado que el brujo estaba cubierto de sangre desde la cabeza a los pies. Estaba temblando.
“¡La ducha! ¡Deprisa! ¡Dígame dónde queda la ducha!”, me urgió con los ojos abiertos y casi en blanco.
Me incorporé de un salto, y con el corazón en un puño, lo conduje al cuarto de baño. Nada más entrar, Jacques Dernier descorrió la mampara de la ducha y se situó bajo la pera.
“¡Haga correr el agua! ¡Yo no puedo!”, gritó desesperado aquel hombre.
Hice girar ambas manijas. El agua surgió con fuerza y Jacques Dernier se sacudió bajo la cortina líquida, limpiándose toda su figura de la sangre que le recubría. Estuvo cinco minutos duchándose con la ropa puesta. Cuando terminó le tendí dos toallas. Abandonó la estancia tiritando.
“Le haré un café caliente”, le ofrecí.
“Si, por favor.”
El hombre aferró la taza y se bebió su contenido humeante sin el añadido del azúcar nada más traérselo desde la cocina.Sobre la mesita del salón ya no estaba el sobre que contenía diez mil dólares, el precio convenido por la sesión de hechicería.
Su tez oscura ahora estaba muy pálida. Su rostro estaba exhausto por el esfuerzo.
Miré la hora actual en el reloj de pared de la sala y me quedé sorprendido al comprobar que habían pasado cinco horas desde que me quedé adormilado en el sofá bajo la letanía susurrante del hechicero haitiano.
Jacques percibió el asombro reflejado en mi rostro.
“Señor Hammer. Tenía usted tres presencias malignas arraigadas en su cuerpo.”
“No le comprendo.”
“Tres personas enfermas le han utilizado como cuerpo receptor de sus males para así curarse ellas mismas. Nunca me había pasado con ninguna persona maldita. El ritual ha tenido que repetirse con cada mauvais oeil echada contra usted. Casi he sucumbido por el agotamiento de tal esfuerzo, pero he conseguido sacarle todas las impurezas. Ahora debo marcharme. Por favor, no vuelva a contactar conmigo. No quiero saber más de usted.”
Jacques Dernier se levantó con las ropas empapadas.
“¡Pero no puede salir así a la calle! Se va a congelar.”
El brujo asió su mochila y antes de abrir la puerta principal del vestíbulo, giró su rostro. Había envejecido prematuramente diez o quince años…
“Tengo que salir, señor Hammer. No tengo mucho tiempo para encontrar tres personas a las que echarles sus tres males de ojo…”
Con paso presuroso se dirigió hacia las escaleras.
Jamás volví a saber de Jacques Dernier desde esa fecha. Y su página web dejó de actualizarse desde el día mismo día de la visita.


21 de enero de 2009.

Por fin me han entregado los resultados de la revisión médica. El doctor que sigue las evoluciones de mi enfermedad se ha quedado impresionado por mi recuperación. Los tumores y los nódulos han desaparecido. Estoy sano. Ya no tengo cáncer metastásico. Soy un tío saludable de cuarenta y un años. Voy a recuperar mi trabajo. Puedo correr y andar en bicicleta de nuevo.
Por fin puedo escribir en este diario lo feliz que me encuentro.
Mientras, dejaré de pensar en lo que pueda aguardarme en la vejez.



viernes, 30 de julio de 2010

No se admite la sonrisa de ningún político en Escritos de Pesadilla. ¡A tomar el pelo a otro lado!

Nada, hoy me he levantado con dolor de tripas y con mal talante por ver repetidamente las estultas sonrisas de esta gente que vive del cuento dejando un país entero con más agujeros que un colador. Encima, uno ha querido infiltrarse a hurtadillas camuflado con el tocho de la Reforma Laboral, y he tenido que recurrir a uno de mis zombies para echarlo. Eso si, la sonrisa del político es siempre eterna.



miércoles, 28 de julio de 2010

Soy el pie que pisotea, la mano que empuña un arma, la boca que escupe...

Él era todo lo contrario a un rayo de esperanza. Más bien era la mano que mantenía la cabeza de una persona que se estaba ahogando bajo el nivel del agua. O el tacón del zapato que pisaba los dedos de la mano de un suicida arrepentido que pendía del borde de la cornisa de la décima planta de un edificio.
Se llamaba Ryan. Peter. Marcus. Leopold.
Su identidad variaba según el momento. Su sexo era masculino. Lo único definido en definitiva.
Podía ser alto, bajo, gordo, delgado, rubio, moreno, albino, dotado de buena visión o ciego, muy hablador o mudo…
Lo que le caracterizaba era estar en el momento adecuado de un suceso inevitable pero a veces de final imprevisible si no interviniese él. Jamás elucubraba sobre las consecuencias de sus actos. Simplemente él era así. Si algo se salía del guión de la desesperación, se encargaba de remediarlo, dotándolo de un punto final de lo más apropiado.


Trabajar cara al público era duro. Siempre con la sonrisa permanente, atento y servicial aunque uno estuviese con un dolor de tripas del carajo.
Evander Allison tenía cincuenta y dos años. Su vida personal era un desastre. Cora, su mujer, tenía un cáncer terminal y su hijo único acababa de ser ingresado por sexta vez en una institución mental. Las deudas se acumulaban sin cesar. Aquel empleo era una tabla de salvación carcomida por el hambre insaciable de las termitas. El salario era bajo, de lo más miserable. Tenía que meter jornadas de diez horas diarias para acumular un cómputo mensual de 250. Con las horas extras llegaba entonces a los 1000 dólares… Porque encima las horas extras estaban igualmente mal pagadas. Si no las metía, no llegaba ni a 700 dólares. Una auténtica vergüenza en el corazón arrogante del gran sueño americano. Sus escasas amistades y conocidos aún le decían que debía de estar dichoso de tener un trabajo estable y más con su edad madura. No, si encima tendría que estar bailando el charlestón encima del lomo de un rinoceronte salvaje…
Evander no lucía un buen tipo ni siquiera con el añadido del traje negro de su uniforme de empleado de información del centro comercial de Westcover. Sus excesivos kilos de más y el que no se empeñara en mantener la chaqueta, la camisa y los pantalones planchados, sino más bien arrugados, le habían garantizado durante los meses que llevaba trabajando múltiples reproches por parte de sus jefes, hasta últimamente amenazarle con el despido si no se adecentaba lo suficiente. Sus ojeras eran profundas y llamativas. Estaba triste. Era lo lógico. Su Cora estaba en la planta de paliativos del hospital, afrontando sus últimas semanas entre los vivos. En cuanto terminaba su turno, sin haber cenado, se marchaba dispuesto a pasar la noche en vela cuidando a su querida mujer.
Sus manos temblaban incluso apoyadas sobre el mostrador mientras atendía a los clientes que le acosaban con multitud de preguntas y quejas. Estaban en plena campaña de verano, el aire acondicionado apenas se notaba, y la ropa del uniforme le pesaba. Sudaba por el cuello. Bebía agua a hurtadillas de un pequeño botellín oculto bajo el mostrador. Si le veía uno de los jefes del centro comercial, la bronca iba a ser épica. Había que llevar la imagen intachable de la empresa hasta el límite. Ante la cola de espera de los clientes no se podía dar a entender que el empleado estuviese agobiado y al borde de un ataque de nervios.
Un robot. Así es cómo debía de ser cada miembro de la plantilla del Westcover Mall.
Pero Evander estaba cada día con la moral más por los suelos. No le veía sentido a la vida. Iba a perder a Cora. Su hijo ya no existía como tal.
Estaba algo distraído cuando un hombre perfectamente vestido con un traje gris como si fuera un ejecutivo de Wall Street le enseñó los dientes perfectos desde el principio.
- Vengo a poner una reclamación contra el centro – dijo con voz neutra. Sus ojos ocultos bajo unas gafas de sol Ray Ban.
El cliente tendría de treinta a cuarenta años. El pelo corto. Los músculos de la cara tensos como si fuera un sargento a punto de cantarle las cuarenta a un recluta.
Evander sonrió con cierta desidia. La misma cantinela de todos los días. Que si los carros de la compra están situados demasiado lejos. Los lavabos sucios. No se encuentra la caja de pasta italiana deseada en el estante de la sección de alimentación seca. En la zona de juguetes no se ve ni un solo dependiente. El precio de un pasapurés no se corresponde con el que la cajera ha marcado en el ticket de compra. En los probadores de mujeres hay un hombre molestando y se precisa que acuda la seguridad del centro.
Evander tragó saliva.
- Usted dirá, caballero.
Aquel hombre apretó los dientes. Eran las nueve de la mañana. El centro comercial acababa de abrir las puertas y era el único cliente frente al mostrador de información.
- Sáqueme una hoja de reclamación. No tengo mucho tiempo. Quiero escribir mi queja y marcharme de este recinto.
- Antes de presentarle la hoja de reclamación, si puedo servirle de alguna ayuda para no precipitarnos con la queja.
- Usted deme el puñetero impreso. No va a convencerme para que no ponga la reclamación.
La actitud del cliente era muy arrogante. Evander le tendió una hoja de reclamaciones.
- No puedo escribir nada si antes no se me entrega también un bolígrafo. No pensará que voy a gastar la tinta de uno de los míos.
Evander correspondió con la petición del hombre.
Este, nada más tener ambas cosas, se inclinó sobre el mostrador y empezó a rellenar la hoja de reclamaciones.
Conforme lo hacía, fue susurrando cosas hacia Evander.
- Escúcheme, amigo. Tiene usted un trabajo de mierda.
“Aunque bien pensado, no se merece otra cosa. Dada su edad avanzada… Porque el futuro es de la gente joven.
Evander trató de apartarse del mostrador para evitar escuchar las frases dirigidas hacia él por el cliente. Este seguía escribiendo sin parar. Y al mismo tiempo continuaba hablándole con voz seca.
- Gente joven y de edad media. Así es como está el mundo organizado. Sí señor. Los peores puestos de trabajo y de más baja remuneración para la gente cincuentona, sin estudios universitarios y con una vida familiar caótica.
“Como la suya, amigo. Tener que aguantar aquí infinidad de quejas, la mayoría sin fundamento, vestido con ese traje de enterrador, con un horario terrible y con un salario risible.
Evander estaba de acuerdo con la apreciación del cliente, pero no con su tono de burla.
- Cada uno sale adelante como buenamente se puede – le dijo finalmente.
El cliente continuaba escribiendo en la hoja de reclamaciones sin dirigirle la mirada.
- Eso es, amigo. Está el caso de su hijo. Se lo pasa pipa con las lobotomías, eh. El que tenga la vista extraviada para toda la vida, parlotee incoherencias, con treinta años, y que lleve un pañal gigante, cuidado por el personal del manicomio, es conmovedor. Tiene que sentirse orgulloso del bastardo de único descendiente que tiene, amigo.
Evander se quedó de piedra. Se apoyó sobre el mostrador, a punto de zarandear al cliente. En breves segundos, su tensión arterial subió de tal manera, que si fuera tomada por una enfermera, esta se vería apremiada a llamar al médico para que le administrara un calmante.
Su ceño fruncido.
- Cabrón. Miserable. Usted me conoce de algo.
- Estoy rellenando la reclamación amigo. Es acerca de su comportamiento inadecuado. Sabe. Esto conllevará su despido fulminante. Lo demás vendrá seguido, porque espero que se lo tome en serio al conocer la muerte de su mujer. ¿Ve? El teléfono está sonando. Es del hospital. Con algunos días de antelación. Es una pena. Porque esperabas que ella aún viviera un par de semanas más, ¿verdad?
Evander estaba a punto de sujetarlo por las solapas y emprenderla a golpes con los puños sobre su rostro de ejecutivo altivo.
Justo cuando esto iba a suceder, una de sus compañeras le pasó el auricular del teléfono.
- Evander. Es del hospital.
Conforme atendía la llamada, el cliente entregó la hoja de reclamación a la compañera de Evander.
- Mis quejas van dirigidas hacia este hombre. Según mi opinión personal, no debería de trabajar aquí, cara al público. Sus formas dejan mucho que desear.
Antes de volverse para emprender la marcha, vio a Evander caer de rodillas, con el auricular entre las manos y recogidas sobre su regazo, llorando con desesperación.
- Mi Cora. No. Por Dios. No.


En esta ocasión se hizo pasar por Edward. Un hombre bien parecido, vestido para la ocasión como si fuera un tipo importante. En pocos minutos, encendió la mecha que hizo explotar la bomba. La mujer del tal Evander había fallecido. El hijo de este estaba perdido para siempre. La queja de la reclamación iba a hacerle perder el empleo.
Todo perfecto. En cuanto Evander abandonara el despacho donde se le comunicaba el despido, iría a casa. Ahí tenía guardado un revólver en el cajón de la mesita de noche.
Las veces que había fantaseado con volarse la tapa de los sesos…
Ahora, gracias a su intervención, Evander iba a despedirse de este mundo.
Recordemos que él era el causante del desaliento. La mano que impulsaba la paleta que aplastaba la mosca contra la pared.
Podía llamarse Edward. Robert. Regis. John.
Lo mismo daba.

“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.
Friedrich Nietzsche (1794-1832) Poeta y dramaturgo alemán.


lunes, 26 de julio de 2010

Entrevistas con personajes conocidos del mundo del terror.

Entrevista de Pechuga de Pollo Mutante al Hombre Lobo Godofredo Peludo.

Pechuga de Pollo Mutante: Buenas, estimados lectores, tanto masculinos como femeninos de Escritos de Pesadilla. En un nuevo cometido dentro de la empresa, pues no nos queda otra que realizar varias funciones simultáneas a cambio de recibir como ingresos un euro y medio como suculento salario mensual por parte de nuestro jefazo, Robert “El Maléfico”, me veo en la ingrata tesitura de tener que entrevistar a personajes terribles, horripilantes y desnaturalizados del mundo del terror y del miedo más angustiante.
En este caso empezaré con el Hombre Lobo Godofredo Peludo. Te doy la bienvenida a Escritos de Pesadilla.
Hombre Lobo Godofredo Peludo: (Aullido penetrante) (Mirada lobuna centrada en la Pechuga de Pollo Mutante, con la saliva corriéndole desde las comisuras de la boca, con ganas de zamparse al entrevistador).
Pechuga de Pollo Mutante: Bueno, nene, ya he hecho la introducción, así que espero que sepas pronunciar alguna palabra coherente entre aullido y aullido lupino.
Hombre Lobo: (Nuevo aullido). Más o menos, Pechuga de Pollo. En la metamorfosis la lengua se me ensancha contra el paladar, y me cuesta, pero consigo charlar con cierta consistencia.
Pechuga de Pollo: Veamos. En la ficha personal tuya me consta que tienes ya ochenta y nueve años. Mides un metro cincuenta y pesas cuarenta kilos.
Hombre Lobo: Así es.
Pechuga de Pollo: Pues qué quieres que te diga. Que inspiras más risa que miedo. Vamos, que cuando ibas al colegio, los demás chicos lobos abusarían de ti.
Hombre Lobo: Sinceramente, eso es lo que ocurría. Me ataban al tronco de un pino y me forzaban a separar las mandíbulas, haciéndome tragar truchas crudas del río contaminado cercano, porque donde yo vivía, había una central nuclear.
Pechuga de Pollo: Así que siempre fuiste un niño lobo acomplejado.
Hombre Lobo: Si. A los doce años me fugué de casa y desde entonces me dio por vivir en plena naturaleza salvaje, alimentándome de piñones, hierbas comestibles y truchas de río. De hecho, me aficioné a esa clase de pescado por lo anteriormente reseñado.
Pechuga de Pollo: Me estás insinuando que eres vegetariano, si exceptuamos lo de las truchas. Entonces no entiendo esa cara que me estás poniendo, con las babas manchando el suelo del plató. Es como si quisieras perder el control sobre tus instintos básicos lobunos para pegarme un buen bocado.
Hombre Lobo: (Aullido lastimero). Chico, es que son tantos años desde que no se me ha tentado con un filete de ternera.
Pechuga de Pollo: Yo de vacuno tengo poco, eh.
(Se escuchan cuatro disparos de escopeta)
Pechuga de Pollo Mutante: Bueno, doy por finalizada la entrevista con el hombre lobo más patético que pueda uno tropezarse en plena medianoche con la luna llena influyendo mala cosa. Ahora espero que alguien se lleve al Godofredo Peludo al foso de las hienas, que las pobres están en los huesos.





sábado, 24 de julio de 2010

Si buscas un empleo guay, ficha por Escritos de Pesadilla, ja ja.

Primero vayamos con el anuncio de empleo en el diario "Crónicas Dantescas de Mesopotamia":















Ahora queda esperar que alguna alma cándida acceda a formar parte de la ilustre plantilla de mi servidumbre.
(clicar en cada tira cómica para verla en tamaño más grande).








jueves, 22 de julio de 2010

1000 escalones hacia el cielo. (1000 steps to heaven).

El sonido de un disparo, seguido de un fogonazo y el olor característico de la pólvora.
En qué pocos segundos la plenitud de una vida queda relegada al latido inconstante y débil que precede a la línea horizontal de la muerte testificada por el monitor del equipo de cardiología ubicado en la habitación de planta de una UVI de un hospital cualquiera.
Él no había estado preparado para una muerte tan prematura. Joder, si solamente tenía cuarenta años. Le quedaban unas cuantas décadas por disfrutar. Estaba soltero. Era mujeriego. Algo bebedor. Hijo único. Sus padres ni se preocupaban de su existencia, y él los repudiaba en secreto porque nunca le habían querido ni desde que el espermatozoide afortunado diera con el óvulo reproductor, fecundándolo de cara a su postrer nacimiento, del todo indeseado para ambos vista la indiferencia que habían demostrado por su crianza y posterior educación para la edad adulta. Así fue como siempre frecuentó compañías inadecuadas, bordeando la frontera cercana a la delincuencia, hasta cruzarla del todo.
A los veintitrés años había empezado a trabajar para un mafioso de origen ucraniano. Sus negocios principales eran el tráfico de armas, las drogas y la prostitución. Le enseñaron medidas de defensa personal, además de aprender a disparar con una puntería endemoniadamente certera armas trucadas reconvertidas en automáticas. A los veinticinco años se ganó completamente la confianza de Mykhaylo Kirichuk, y este lo consideró como uno de sus sicarios. A los veintisiete le encomendó que solventara todos los imprevistos que pudieran surgir en la organización. Se fue encargando de soplones, traidores, gente que debía dinero al no poder afrontar los altos intereses de los préstamos concedidos por Mykhaylo Kirichuk…
Era indudable que poco a poco, su gatillo fácil le reconfortaba. No le importaba ir solucionando los problemas finiquitando vidas ajenas a la suya. Es más, hasta se fue volviendo un sádico. Disfrutaba cuando encerraba a un pobre desgraciado en un cuarto de un edificio abandonado de las afueras de la ciudad. Manteniéndolo colgado cabeza abajo, atado por los tobillos por cadenas, miraba al desgraciado de turno y le susurraba:
“Reza fuerte, hijo. Y pide que Dios te libere de aquí a tres minutos. Porque cuando pasen ciento ochenta segundos, abriré la puerta, y como no te hayas fugado con la ayuda divina, seré yo quien entregue en bandeja tu alma a los ángeles caídos…”
Así fue creciendo en importancia dentro de la estructura criminal de la banda de Kirichuk. Para los cuarenta años, tenía un capital ahorrado importante, una buena casa dentro de una extensa propiedad en las afueras de la ciudad, tres coches de alta cilindrada, prostitutas de lujo que satisfacer su lujuria semanal…
Repentinamente, todo se fue al carajo cuando iba a ejecutar a un niñato que en su momento les estafó con una mala partida de cocaína. Sabía donde vivía. Acudió con algo de excesiva confianza. Cuando echó abajo la puerta de su miserable cuchitril donde se alojaba con el impulso de dos patadas, fue recibido por un certero balazo que atravesó su parietal por el costado derecho, atravesando su cerebro y con orificio de salida por el lado contrario, condenándole a una muerte fulminante. Aquella alimaña había recibido un chivatazo por parte de alguien, y cuando percibió la primera patada que se le dio a la puerta, se resguardó a un lado de la jamba. El resto es obvio. En cuanto atravesó el quicio, aquel cobarde le disparó con suma facilidad a la vez que le mandaba un recordatorio ingrato hacia la supuesta vida callejera de su madre.
Desde ese momento todo le resultó extraño.
Vio la oscuridad más pesada e ignota que jamás antes había percibido en su vida. Más allá de los rincones perdidos de su memoria antes de la conciencia al nacer.
Igualmente apreciaba una ligereza en los sentidos. Se sentía liviano, como si no pesara ni un mísero gramo.
Un hombre relleno de helio.  El hombre-globo del circo Popov. Eso era él ahora mismo. Aunque no flotaba, pues sentía los pies bien apoyados en el suelo. Debía ser que tenía un pequeño pinchazo por donde se escapaba el aire…
Quiso echarse a reír. Pero algo le decía que en el lugar que se encontraba raramente se prodigaban las risas.
Con este presentimiento, la negrura dejó paso a la luz.
(Empieza la función, muchacho)
Se encontró sumido bajo una intensa luz amarillenta que parecía proceder de un enorme proyector desde alguna parte ubicada encima de su cabeza. Y aquella luz remarcó el comienzo de una escalera. Se componía de escalones diminutos, de medio metro de ancho y sin barandilla que sirviera de apoyo. La escalera se perdía en las alturas…
- Mil escalones…
Aquella voz afilada y felina llegó procedente de alguna zona en concreto. Pero no pudo orientarse con ella debidamente. Parecía referirse al número de escalones que compondrían la escalera. Mecánicamente se acercó al inicio de la misma.
- Sube. Mil escalones y obtendrás tu recompensa…
Ahora parecía una voz femenina. Similar a la de su madre.
Quiso pensar en los motivos que tendría para que aquella persona desconocida y oculta en el anonimato de las sombras deseara que él ascendiera por la mencionada escalera de final interminable.
Pero su mente ya no regía sobre el control de los músculos de sus extremidades inferiores, y situó el pie derecho sobre el primer escalón. Avanzó sobre el segundo. A este le siguió el tercero. Y el cuarto…
Como si aquello fuera un juego infantil, se propuso llegar hasta el final. Estuvo contando los escalones que iba rebasando uno a uno, para así verificar si realmente aquella singular escalera se componía de mil peldaños…
75. 80. 90.
125. 164. 193.
Estaba subiendo a buen ritmo. Su respiración no se aceleraba. No tenía ningún problema, aún a pesar de tener un abundante sobrepeso ganado en los últimos años.
278. 341. 465.
515. 598. 647.
Se estaba acercando al objetivo que le marcaba la voz femenina. En ningún momento tuvo la tentación de detenerse en alguno de los escalones para mirar hacia atrás, afrontando su fóbico miedo a las alturas. Ni recapacitó en el tremendo riesgo que implicaba subir por una estructura tan estrecha y empinada sin la seguridad de poder aferrarse a un pasamano.
763. 813. 891.
907. 962. 997.
Ahí estaba. Cercano a los tres últimos escalones. La altura debía de ser tremenda, pero su vista estaba concentrada en sus pies, mientras su cabeza sumaba el número que debía concretarse en un millar.
- Mil escalones que te llevarán al lugar que te mereces, Simon Lorne.
La voz mencionó su nombre.
Se emocionó por ello. Enseguida supo que aquella escalera le conducía a un premio supremo.
El Cielo. A fin de cuentas el camino hacia donde se le conducía era del todo vertical. Y se sentía etéreo como un ángel.
Con anhelo, recorrió el corto trecho que le quedaba para llegar a lo alto de las escaleras.
998. 999.
1000.
En cuanto afianzó sus pies en el último escalón, una risa burlona resopló en su cara con desprecio. Le cubrió su rostro con escupitajos repulsivos conforme le decía:
- ¡Mira que eres presuntuoso, Simon Lorne! ¡Con todo el mal que has hecho a lo largo de tu vida, aún pensando en alcanzar la paz eterna entre los seres más justos y nobles de la historia del hombre!
“¡Pues va a ser que no! El haber subido una escalera tal alta y larga es para que así llegues al infierno de cabeza.
Inmediatamente, los escalones se recogieron, formando una rampa lisa e inclinada.
Sin tiempo de poder reaccionar, recibió un fuerte empujón en el pecho, y gritando de espanto, fue descendiendo por  el tobogán que iba a condenarle a formar parte del ejército de renegados de Satanás.


miércoles, 21 de julio de 2010

¡Un Diplodocus ataca Escritos a lo godzilla!

Como nuestro cuidador de animales, Harry, está disfrutando de su merecido período anual de día y medio de vacaciones, por algún casual se quedó la jaula que contiene al Diplodocus Loco abierta. El inocente animalillo, alborozado por haber alcanzado la libertad, la ha emprendido a golpes con la estructura defensiva del castillo, pero afortunadamente, Pechuga de Pollo Mutante, en una demostración de valentía inigualable, lo ha dejado hecho papilla en un plis plas. Como siempre, clicar en el cómic para verlo en tamaño grande, je, je.



La tarde más aburrida de mi sobrinito Gurmesindo

Tengo que reconocer que mi querido sobrino Gurmesindo, aunque aparente lo contrario, es uno de mis más apasionados seguidores. Debe ser la entonación adecuada que impongo a cada una de mis narraciones, que le instala en un abismo del terror insalvable, je je.



viernes, 16 de julio de 2010

Asesinos ficticios: Amadeus Stormhill, el Asesino de Carteros Rurales. (Fictional murderers: Amadeus Stormhill, Murderer of Rural Letter Carriers).

En Escritos de Pesadilla retomamos nuestras biografías de Asesinos Ficticios dentro de la amplia leyenda rural norteamericana.

En esta ocasión toca exponer un breve pero aterrador glosario de las acciones funestas de Amadeus Stormhill, “El Asesino de Carteros Rurales”, en el estado de Idaho.
Amadeus Stormhill nació en Chewaka City, en realidad un pueblecito de apenas quinientas almas caritativas y de devoción católica sumamente conservadora, donde el único habitante pecaminoso era el propio sheriff, Obdulio Reeves, propenso al sexo desenfrenado con las feligresas adolescentes, hasta que un padre enfurecido tuvo a bien practicarle la vasectomía más primitiva con la intervención de un machete.
En medio de un paraje tan idílico nació nuestro protagonista, Amadeus, en la fecha concreta del 27 de agosto de 1880 cerca de la medianoche, emergiendo del vientre de Úrsula Stormhill entre espasmos dolorosos de esta última, quien perjuró que jamás volvería a alumbrar ningún hijo más, cumpliendo a medias con la promesa para desespero de su marido, Mathias Stormhill, pues tuvieron una descendencia adicional de cinco chiquillas, siendo el único varón el mencionado Amadeus.
Desde muy jovencito, Amadeus demostró su complejo de inferioridad al estar dominado por la destacable y numerosa presencia femenina bajo el hogar de los Stormhill. Bajo sus propias palabras, “estaba sometido a la tiranía de mis hermanas, quienes se empeñaban en disfrazarme con vestidos ridículos, maquillándome el rostro y adornándome la cabeza con alguna de las innumerables y terribles pelucas de mi madre”.
A pesar de ser la burla constante de su madre y sus hermanas, Amadeus jamás desarrolló una misoginia exagerada contra el sexo opuesto. Es más, se creía un hombre ciertamente atractivo para las adolescentes más coquetas de Chewaka City, obteniendo alguna que otra cita romántica exitosa a escondidas de los padres de las chicas y de los suyos propios por seguridad personal, conocedor del incidente sufrido años atrás por el sheriff Reeves, quien a duras penas cumplía su obligación apoyado sobre dos muletas.
Con la cabeza pensando en naderías, no fue de extrañar su temprano abandono de los estudios a la edad de los quince años. Fue cuando su padre, Mathias, le obligó a buscarse un trabajo que contribuyera al sostén de la economía familiar.
Tras unos cuantos fracasos en ocupaciones como el de frutero, jardinero y limpiacristales, encontró su profesión ideal, el de cartero rural para el condado de Kootenai, donde estaba emplazado Chewaka City. Tendría que recorrer los pueblos y ciudades, montado en un caballo alazán, llamado “Teethless” por su carencia de dentado fruto de una broma pesada de unos críos que le metieron un petardo entre la alfalfa de una de sus comidas hacía cosa de unos años, cuando en principio iba para caballo de carreras.
Amadeus se convirtió en pocas semanas en un cartero de lo más eficiente, y en meses demostró el lema bajo el cual ni el clima más extremo ni las condiciones meteorológicas más adversas le impedirían hacer la entrega del correo.
Su empeño era de lo más notable, si se obviaba las muchas veces que se equivocaba con las direcciones del remite exacto. Con el tiempo, las quejas de los vecinos se fueron acumulando en la mesa de su jefe, Sampson Breeds. En más de una ocasión este había pensado que lo más correcto era aconsejarle un cambio de perspectiva en su carrera profesional, pero el señor Sampson era de los que creía que un árbol torcido podía enderezarse con la fuerza de un tornado. Con lo que no contaba, era con el posterior carácter bromista del muchacho.
Sin ningún motivo aparente, Amadeus Stormhill empezó a gestar gracias con la entrega del correo en los buzones de la comunidad. Le dio por introducir ratones muertos con la correspondencia, amontonar barro fresco dentro de los buzones, amén de depositar cardos borriqueros y boñigas de vaca resecados previamente al sol del mediodía.
Con las lógicas reclamaciones, el futuro de Amadeus como repartidor del correo llevaba el camino del despido fulminante, y así se lo notificó el señor Sampson un doce de junio del año 1901.
Amadeus se llevó un fuerte disgusto. No quiso decírselo a ningún miembro de la familia, mucho menos a su progenitor, porque sabía que recibiría una buena paliza con el látigo de azuzar a los bueyes.
Hizo como si fuera a repartir el correo. Se despedía de sus maquiavélicas hermanas con un hasta luego. Cuando enfilaba el camino que llevaba al pueblo de Chewaka City, empezó a maquinar su terrible venganza contra la empresa de Correos del Condado de Kootenai.
Como uno de los primeros precursores de los asesinos de compañeros de trabajo bajo la motivación de la represalia por un despido supuestamente injustificado, Amadeus Stormhill ocasionó la muerte de cuatro carteros rurales en menos de una semana.
La coincidencia quiso que un circo ambulante estuviera presente en esos días en Chewaka City. Amadeus estuvo presente en una de las exhibiciones y quedó prendado por las propiedades venenosas de ciertos ejemplares que se mostraron al público. Una noche, se baraja el 15 de junio de 1901, Amadeus invadió las propiedades de los residentes del circo haciéndose  con reptiles e insectos nocivos para la salud por las características del veneno que podían inyectar en caso de ser incitados a la defensa ante un supuesto atacante.
Así fue como falleció Jesper Todd, cartero veterano de 77 años, firme defensor de morir trabajando hasta el final de los días. El 16 de junio abrió la tapa del buzón de la familia Creek, y al depositar dos sobres conteniendo facturas, una serpiente exótica se le enrolló alrededor del brazo derecho y le mordió en la punta de la nariz, falleciendo de una parada cardiorespiratoria por los efectos letales del veneno del ofidio.
Al día siguiente, se sucedieron las muertes de dos carteros más. Uno fue Byron Lemar, de 43 años. Odiaba su profesión, y más a los perros sin atar que trataban de morderle mientras se defendía con un revólver. Sobre las once de la mañana iba a entregar un pequeño paquete a la familia Macturrah. Con confianza, abrió el buzón. Pillado de improviso, tres enormes tarántulas brincaron desde el interior del buzón hasta su rostro, precipitándole hacia una muerte lenta y dolorosa.
Al mismo tiempo, Robert Terry, de 31 años, estaba acercándose a la casa de los Twister. Su propósito era depositar tres cartas para así tomarse un descanso en la cafetería de Peter Cuffin. Lo que menos esperaba era recibir el ataque funesto de una víbora emergiendo del interior del buzón. Con el veneno corroyendo su ilusión por seguir viviendo, acompañado de Edgar Twister, testigo que pudo presenciar los últimos estertores del cartero, profirió unas últimas palabras que simplificaban su devoción hacia el trabajo que ejercía: “Díganle al miserable de mi jefe que se pudra en el infierno… Morir de esta manera por unos miserables dólares que nos paga al mes es de lo más puñetero…”
El último cartero rural del condado de Kootenai fue Alfred Pimenti, de 49 años. Sucedió al día siguiente de las dos muertes anteriores. El 18 de junio, dicho probo y eficiente repartidor de correo se aproximaba a la residencia del maestro del pueblo, cuando tres dardos untados con una mezcla de venenos de los ofidios y las tarántulas le alcanzaron en la parte donde la espalda pierde su nombre. Su muerte fue instantánea. Y también fue inmediata la detención de Amadeus Stormhill, pillado in fraganti por los monaguillos de la iglesia del Cristo Redentor de todos los Mártires. En cuanto fue señalado por ellos como el autor material del asesinato de Alfred Pimenti, la muchedumbre lo acorraló cerca de un olmo. Amadeus trepó hasta la copa, y no se bajó de ahí hasta que llegó el sheriff Reeves con sus tres ayudantes, quienes hubieron de disparar varias ráfagas al aire para dispersar a la multitud, evitando su linchamiento público.
Encarcelado en la comisaría de Chewaka City, Amadeus Stormhill fue trasladado a la prisión más segura de Idaho County, donde en apenas una semana, fue juzgado siendo considerado autor material de la muerte de los cuatro carteros rurales.
Fue condenado a la muerte por fusilamiento.
El 12 de julio de 1901, a la edad de veinte años, Amadeus Stormhill culminó su existencia entre los vivos bajo los disparos de las balas de los rifles ejecutados por un pelotón de cinco voluntarios.
Cada uno de ellos recibió una recompensa de medio dólar de plata.


jueves, 15 de julio de 2010

Nuevos fondos de escritorio terroríficos, prestados por la Pechuga de Pollo Mutante



Reacción de Pechuga de Pollo Mutante ante un premio otorgado a Escritos de Pesadilla

Simplemente hago público el merecido certificado entregado a Escritos de Pesadilla por parte de un representante del Gobierno, donde se reconoce nuestro sacrificio personal y salarial por seguir a rajatabla las directrices de la súper molona Reforma Laboral.


Y la reacción plena de felicidad por parte de uno de mis empleados, en este caso, la Pechuga de Pollo Mutante.



miércoles, 14 de julio de 2010

Balada del Paladín Sanguinario (Ballad of the Bloody Paladin)

Espada empañada de sangre.
Muéstrame el camino hacia la destrucción.
Vivir es sinónimo del sufrimiento,
más mi instinto primigenio me pide sobrevivir
al amparo del dolor de los demás.
Pertrechado en mi armadura desgastada
marcho a pie con pisadas pesadas y pausadas,
pues hace tiempo que mi cabalgadura ha muerto,
inclinada ante el peso de mí destino.
Recorro senderos de locura,
entrelazados hasta formar nudos donde
la cordura queda atascada.
Mi aliento gélido surge de mis labios agrietados,
atraviesan las hendiduras de mi yelmo
y se desvanecen en la quietud de la noche.
El frío del invierno demuestra lo liviana que es la protección que uso,
al igual que el calor del verano persiste en la inconveniencia de su uso.
Es mi marcha.
La marcha del dolor que inflijo a la normalidad que rodea a las personas.
Pues una vez que desenvaino la espada,
sesgando vidas sin reparar en la importancia de las mismas,
el sosiego es sustituido por el espanto,
gritos,
aullidos,
lloros,
súplicas,
gemidos.
Todo ello antesala del silencio.
Cuando todo queda transformado en la nada,
guardo mi arma
y con cada lámina que conforma mi armadura recubierta de fresca sangre,
abandono las tierras de los caídos ante mi ira irreprimible,
marchando al encuentro de nuevas almas
que contente a mi señora,
la  Dama de la Muerte.


martes, 13 de julio de 2010

Compañeros de trabajo (Working mate)

En ningún momento pudo consentirlo. Aquella persona era maravillosa, y no se merecía que por culpa de un vil malnacido cobarde su vida privada pudiera quedar destrozada en los sueños de una América corrupta y pútrida.
Lo esperó a la salida. Era un joven de veintiocho años. Estatura inferior a la media. Cabellos cortos rubios pajizos. Aparentaba cierta inocencia, como si fuera incapaz de romper un vaso de cristal. Bastardo. Si supiera ya lo que estaba sucediéndole a la distancia desde hace unas cuantas horas, no sonreiría ni siquiera al abordarle.
- ¿Arthur Desmoines? – le preguntó cuando estaba acercándose a su Ford Focus gris metalizado por el lado de la puerta del conductor.
Se detuvo y lo miró con curiosidad.
- ¿Quiere algo? ¿De qué me conoce? No me suena su cara.
- Pues debería.
- Va a ser que no.
- Seguro que le suena el nombre de Albert Larramendi.
Fue citar el nombre y aquel joven perdió su jovialidad inicial en un instante.
- Bueno. Es compañero de trabajo.
- Eso ya lo sé. Ahora haga el favor de acompañarme hasta mi furgoneta. La tengo estacionada en esa esquina, donde no nos molestará nadie.
Arthur gesticuló con firmeza con la mano derecha.
- Oiga, si es familiar del chaval, sepa que se dirige a la persona equivocada. Además salgo de un turno de doce horas. Estoy muerto y con ganas de llegar a casa para cenar.
- Donde estará su mujer. Una jovencita tierna y adorable. Sobre todo cuando grita al ser amenazada por un cuchillo apretado sin ninguna ligereza contra su garganta…
Sin mediar más palabra, le mostró una mini grabadora y la puso en marcha.
Una voz angustiada femenina surgió del aparato:
- "¡Arthur! ¡Por favor! ¡Tienes que hacer todo lo que te diga este hombre…! ¡Noo! ¡Otra marca en el brazo, no! ¡Por favor, Arthur! ¡Si no lo haces, este cabrón me va a marcar todo el cuerpo…! ¡No! ¡Suéltame la pierna…!"
Apagó la grabadora. Observó la perplejidad reflejada en el rostro imberbe de aquel desgraciado.
- ¡Laura! ¡Hijo de puta! ¿Qué le estás haciendo? ¿O qué le has hecho?
- Acompáñeme hasta el vehículo. Ahí tengo un equipo montado donde podrá observar en directo el estado de su esposa. Quiero que sepa que si no me obedece, no sólo morirá ella si no que igualmente lo hará usted. Y después iré a por sus padres. Mi inclemencia con su familia será total.
Se guardó la grabadora en un bolsillo y la sustituyó por una pistola Glock con silenciador.
- ¡Loco! ¡Eres un maldito perturbado!
- Eche a caminar conmigo.
Arthur se vio forzado a dirigirse hacia un furgón de reparto de carrocería oscura, estilo azul eléctrico.
No dejó de apuntarlo con el arma. Sintió un olor acre similar a la orina. Como ya suponía, aquel muchacho era una gallina. Sólo se servía de su propio servilismo para intentar medrar en el escalafón de la empresa donde trabajaba, perjudicando a sus propios compañeros de trabajo. Le tendió las llaves y le hizo una indicación de que abriera las puertas traseras del vehículo y luego subiera a su interior.
- ¿Tienes a Laura aquí dentro, canalla?
- Digamos que tan sólo en espíritu. Su cuerpo está donde corresponde.
- ¿Cómo?
Arthur abrió las puertas y vio que la parte trasera de carga del furgón estaba ocupado por un equipo de audio y video, como si fuera una unidad móvil de televisión, con monitores y vídeos.
- Yo entraré después de usted – le dijo a Arthur, señalándole los dos taburetes ubicados frente al panel de las cámaras.
Cuando lo hizo, cerró las puertas. El joven ya se había sentado y él lo hizo a su lado, hincándole la boca del cañón en las costillas de su costado derecho.
- Voy a serle breve, Arthur. Su compañero Albert está a punto de ser despedido por una falsa acusación. Ustedes son vigilantes de seguridad, y dentro del reglamento de régimen interno, en lo que respecta a las sanciones, hay diversas faltas muy graves que pueden conllevar el despido fulminante por parte de la empresa. Una de estas infracciones es el consumo de bebidas alcohólicas durante el servicio.
Se detuvo unos segundos en la explicación. Miró al joven sin pestañear. Este accedió a contarle lo sucedido hace unos días durante su turno de trabajo compartido con Albert Larramendi.
- Vale, Albert fue pillado bastante bebido. El inspector lo hizo constar en el parte diario y luego fue sancionado. También es cierto que puede incluso ser despedido, pero ese no es mi problema.
- Se equivoca, Arthur. Es su problema, y el de su mujer.
Pulsó un mando y las tres pantallas de los monitores se llenaron con la presencia de Laura. Estaba vestida simplemente con su ropa interior, introducida en una bañera con agua, inmovilizada a los asideros con cadenas. Miraba al objetivo de la cámara con el terror impregnando las pupilas de sus ojos.
Arthur se quiso incorporar, pero la punta de la pistola estaba apretada de firme contra su costado.
- Siéntese, por favor. No tengo ganas de apretar el gatillo, al menos por el momento.
- ¡Cabrón! ¿Qué pinta mi Laura en esa puta bañera? Dios, encima los brazos… ¡Te has ensañado con ellos! La has dejado marcada de por vida con cicatrices, hijo de puta.
- Más o menos en la misma medida en que de momento su compañero Albert Larramendi está sufriendo los rigores de una sanción injusta e inmerecida.
Arthur se acomodó sobre el taburete, afrontando la mirada fría y sin escrúpulos de aquel hombre.
- Continuemos con la historia. Arthur, tanto por parte de Albert, como de muchos más de sus compañeros de trabajo, reconocen que eres un trepador que vendería a su propia madre con tal de conseguirse los favores de sus superiores. Además anhelas un día ser inspector. Y qué mejor manera de hacerlo, que cumplir con los deseos de uno de tus superiores, quien mantiene discrepancias con Albert por la negativa de este a trabajar en sus días libres cuando hay bajas en el equipo por enfermedad. Le dijiste que podrías echarle una mano quitando de encima a Albert, así que en un turno que ambos coincidisteis, te inventaste que estuvo trabajando en precarias condiciones bajo los efectos del alcohol. Era tu palabra contra la de él, pero lo suficiente para que el inspector lo sancionara mientras salga adelante el recurso planteado por Albert. Con la gravedad que esto puede tardar un tiempo. El suficiente para mermar la moral de tu compañero, pues hasta que no llegue la fecha del juicio laboral, no puede trabajar en ninguna otra empresa de seguridad por la grave condicionante del despido. Seguro que las referencias que pidan a sus superiores serán negativas. Y hoy en día, sin ingresos, uno lo pasa rematadamente mal.
- ¡Yo no falseé el informe!
- Entonces si no lo falseaste, tu mujer morirá.
“ Arthur. En el instante que yo lo ordene, la persona que tengo a cargo de tu esposa saldrá en escena portando un pequeño electrodoméstico. Puede ser una tostadora, una radio, etc… El caso es que estará enchufado, y en cuanto entre en contacto con el agua, Laura perecerá electrocutada delante de tus propios ojos. Luego yo te pegaré un par de tiros, y Albert será vengado de una forma ligeramente agresiva.
Arthur se quiso incorporar en actitud implorante.
- ¡No! ¡Suelta a mi Laura! ¿Qué quieres de mí?
- Que seas sincero. Ahora mismo redactarás un nuevo informe donde reconoces la falsedad de los hechos – le tendió una hoja. – Dentro de unas escasas horas,  en cuanto abran las oficinas de la empresa de seguridad donde trabajáis ambos, acudirás raudo y solícito y ante un mando neutral, le reconocerás que mentiste acusando falsamente a Albert. En cuanto Albert se reincorpore al trabajo, volverás a ver a tu mujer. Te doy un plazo de dos días. Si Albert Larramendi no está trabajando para entonces, y a la vez no eres despedido como te mereces, no sabrás nunca más del paradero de Laura. Y puede que incluso decida también acabar con tus padres…
Conforme decía esto último, pulsó el mando y en una cámara se pudo observar a dos personas atadas de manos y pies y con los rostros ocultados bajo sendas capuchas negras. Estaban sentadas en dos sillas de madera.
Arrimó los labios a un micrófono.
- Muévete para que te vea Arthur – dijo con voz impersonal.
Una sombra se fue acercando a las dos personas inmovilizadas portando un hacha…


Pasaron las horas, y con ellas, el plazo. Conforme se esperaba, Arthur Desmoines reconoció su falsa acusación contra Albert Larramendi. El primero fue despedido mientras el segundo recuperaba su trabajo y su estabilidad emocional.
Albert Larramendi terminó su primer turno tras varios días de paro forzoso. En cuanto regresó a casa, se tumbó en el sofá del salón y se puso a ver las grabaciones prestadas por su amigo de mentirijillas.
Sonriendo, hizo subir el volumen del televisor con el mando a distancia, recreándose en los gritos de Laura Desmoines conforme era torturada por el filo de una navaja…
- Estuviste genial – se dijo, satisfecho.
- Efectivamente. Encima el muy gilipollas se creyó que todo sucedía en riguroso directo – se contestó a sí mismo.
- Así es. Siempre dije que Arthur, aparte de ser un puñetero lameculos, de inteligencia anda muy justito. Mira que no fijarse que en la grabación de sus supuestos padres estos no eran más que dos simples maniquíes…
Albert se restregó los párpados.
Aquel idiota ignoraba que tenía dos personalidades… Además de ciertos conocimientos de maquillaje, que le hicieron pasar por un perfecto psicópata.
Esto último ya estaba a punto de implantarse en su mente. De hecho, si Arthur no hubiera accedido a sus deseos, no hubiera dudado en ningún instante en haber acabado tanto con él, como con su bella mujer…



lunes, 12 de julio de 2010

Vampiros en los sanfermines (Vampires in Sanfermines).

             
                - ¿Llevas el equipo?
                - Si.
                - Entonces vamos allá.


                Sensaciones de felicidad, contrastadas con las fiestas de San Fermín. Conocidas en el mundo entero. Para nosotros, simplemente significa un punto de encuentro de miles de personas llegadas del extranjero a quienes poder seleccionar de manera arbitraria al ritual de la extracción de la sangre que nos alimenta.
                Somos innumerables. Sometidos al anonimato de las multitudes. Durante el resto del año viajamos de región en región donde haya aglomeraciones de masas y quede impune nuestra ansiedad de sed por la sangre ajena. Es nuestro don. La vida casi eterna. Y debemos de sacarle partido sin remordimientos que afligen nuestra conciencia.
                Mi compañero se llama Greg Larsson. Es sueco. De Högsböle. Aparenta el físico y edad de un chico granjero de veinticinco años. Su edad real supera los cien años. Yo me llamo Matías Soller. Soy alemán. De Bremen. Estoy en los cincuenta, pero tengo realmente ciento quince años. Ambos somos políglotas. Y nos defendemos en español. Hemos tenido muchísimo tiempo para cultivar nuestras inteligencias humildes, centrándonos en los idiomas que nos sean más útiles para conseguir lo que perseguimos, la alimentación necesaria que prolongue nuestra agonía sin fin.
                Pamplona. Una ciudad de doscientos mil habitantes que durante las famosas fiestas de San Fermín quintuplica su población, sobre todo cuando coinciden sus fechas en fin de semana. La camaradería  de los locales con los visitantes facilita nuestra labor. A pesar de los intentos de perfeccionar el castellano, se nos nota el acento, así que preferimos centrar nuestros esfuerzos con los extranjeros. La mayoría gente joven que se suma a la fiesta del alcohol. Si están bebidos, la ración de sangre es obtenida con toda facilidad, sin levantar el más mínimo de las sospechas.
                Somos vampiros modernos.
                No mordemos.
                Empleamos jeringuillas para extraer la suficiente sangre de las venas ajenas y así ir acumulando la dosis necesaria que controle nuestra hambre durante un tiempo limitado.


                - ¡Venga, chicos! Vayamos al parque a tumbarnos a ver los fuegos artificiales. Luego podemos echar una cabezada – nos dice un joven que procede de Leeds, Inglaterra.
                Greg da el visto bueno. Contemplamos el espectáculo nocturno tumbados sobre el vientre sobre la hierba del parque de la Vuelta del Castillo, sin dejar de pasarle la botella de litro y medio de sangría al inglés. Está lo suficientemente bebido, así que cuando lo vemos dar cabezadas, procedemos con la debida cautela. Nadie se fija en el detalle de la goma que colocamos en su antebrazo derecho. Mientras mi compañero mantiene su brazo firme y quieto, voy extrayendo la sangre con la jeringuilla. En el instante que la lleno, vacío su contenido en un vaso de plástico de doscientos centilitros y comparto la sangre con Greg. Nuestra satisfacción es plena.
                - Saquémosle más – me insinúa mi amigo.
                - No es necesario. Recuerda que debemos de pasar desapercibidos. La noche es interminable en Pamplona. No nos van a faltar nuevas vacas que ordeñar.
                - Como siempre, tienes razón, Matías. Son mis nervios. Parece como si nunca voy a dejar de ser un principiante.
                - No te obceques con la sangre, amigo mío. En nuestro nutriente principal, pero acuérdate que somos vampiros modernos. No la caricatura que se muestra de nosotros en el cine y la literatura.
                - En eso tienes razón también.
                “Dejemos a este chico durmiendo la mona y pasemos la madrugada divirtiéndonos por las discotecas. Seguro que hoy ligamos alguna chica de buen ver. Esta sangre ha revitalizado mi espíritu de Casanova.
                - Muy bien, Greg. Ningún problema. La diversión dura más de una semana. Mañana por la noche seguiremos con la rutina de la cosecha de la sangre.
                Y sin más dejamos al inglés durmiendo sobre la hierba.
                Mientras, como vampiros contemporáneos, nos sumamos a la fiesta nocturna, regenerados por la sangre fresca recién ingerida.


España 1 - Holanda 0. ¡Campeones del Mundo!

¡Menudo día de locura indescriptible en plenos Sanfermines! Un jugadón de la selección, genialmente rematado por Andrés Iniesta a cinco minutos escasos de la finalización de la prórroga ha otorgado el primer campeonato mundial de fútbol para España. No veáis cómo se ha vivido la gesta en la Plaza del Castillo. Algo irrepetible. Y en la redacción de Escritos de Pesadilla, otro tanto de lo mismo, je je.

                                          Momento en que la trayectoria del balón supera al
                                                       guardameta holandés. Gol histórico de Iniesta.
                                                       Foto de Marca.com


Recreación de Pechuga de Pollo Mutante del 
importantísimo gol conseguido por Iniesta. Tuvimos
que adquirir la equipación deportiva deprisa y corriendo en una
tienda de todo a un euro.


Momento que quedará marcado para la historia
del deporte español: Campeones del Mundo 2010.
Foto de Marca.com



En plena euforia incontenible, hicimos una celebración
casera de la Copa del Mundo. Improvisando un trofeo
con un florero dorado y un huevo de avestruz
fosilizado del año 1873 y pintado todo con tonos
dorados por obra y gracia de la pericia de mi
sobrino Gurmesindo. Así pude entretener a mis
empleados portándolo en alto como si ellos mismos
hubieran ganado el mundial. Una forma como otra
de conseguir hacerles olvidar cualquier tipo de
reivindicación salarial.


Desde Escritos, la enhorabuena a los nuevos Campeones. Y ahora a recibirles con todos los honores a su vuelta de Sudáfrica. ¡Congratulations, chicos!





Estrenando Sobresaltos y temblores

A esta fecha nace Sobresaltos y temblores. Un blog predispuesto hacia el género del terror en su faceta de imágenes y relatos.

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